Del yo al nosotros

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¿Podrá el cine de los próximos años recuperar ese sentido de comunidad que alguna vez tuvimos, pero que claramente habíamos perdido?


Si es verdad que después de las grandes pandemias el mundo nunca vuelve a ser igual, lo más probable es que todavía sea muy temprano como para establecer cuáles son los cambios que vienen. Si es que sobrevivimos, claro. Porque también podría ser el final.

En todo caso, si hay algo que esta emergencia ha reivindicado entre nosotros es el sentido de interdependencia y comunidad. El virus nos está enseñando que no sacamos nada preocupándonos por nuestra propia seguridad si quienes nos rodean -nuestra familia, nuestros vecinos, los que van en el Metro o cruzamos en la calle- no adoptan también mínimas precauciones para cuidarse ellos y cuidar a los demás.

¿Podrá el cine de los próximos años recuperar ese sentido de comunidad que alguna vez tuvimos, pero que claramente habíamos perdido? Cuesta dar una respuesta concluyente a esta pregunta. La verdad es que desde hace muchos años nadie está hablando de comunidad, ni el mundo público ni en plano cultural y tampoco en el cine reciente. Solo hacen gárgaras con la palabra unos pocos grupos políticos que, sin embargo, responden con su conducta a una matriz tan individualista como todo el resto.

Cuando se habla de comunidad y de la épica del sentido comunitario, es difícil no evocar el cine de John Ford y, concretamente, una de sus obras más jugadas en este plano, ¡Cuán verde era mi valle!, la cinta que le arrebató, con toda justicia, por lo demás, el Oscar de la mejor película de 1939 nada menos que a Citizen Kane. La crítica en su momento aulló por lo que consideró una injusticia, pero -vamos- es una película muy superior. Ford recupera en esa joya, desde un prisma conservador, los años felices de una familia de trabajadores de un pueblito minero de Gales de fines del siglo XIX hasta que una severa crisis económica del sector, con sus destructivos efectos sobre el empleo y los salarios, termina dividiendo al grupo familiar y arruinando al pueblo. ¡Cuán verde era mi valle! no es la película del yo, sino la película del nosotros. Quizás hay pocas en la historia del cine que se le comparen en exaltación del sentimiento de interdependencia, en tributo al espíritu gregario y a la idea de comunión intergeneracional.

Es pertinente enfatizar esta dimensión de esa obra maestra en momentos en que ya ni siquiera el cine de izquierda cree en la comunidad. Dejó de hacerlo desde que trasladó el eje dramático de sus aproximaciones desde el concepto de pueblo o colectividad a la idea de la identidad, generalmente de grupos minoritarios, o a la figura de la víctima. El discurso predominante en este sector tiene que ver con los derechos, no con la comunidad. Jocker, la miserable película de Todd Phillips que tanto paró el tráfico el año pasado, es el ejemplo más revelador al respecto. Está concebida desde el prisma de un individualismo extremo y por ahí, no por otro lado, su protagonista se va cargando de indignación y resentimiento para instar a la demolición del sistema. Pero en término de ethos colectivo ahí no hay nada, aparte de demagogia e irresponsabilidad social.

Todo indica que el individualismo ha penetrado mucho más de lo que incluso quienes lo combaten están dispuestos a reconocer. Está claro que se trata de un rasgo de la modernidad. Sin embargo, también se trata de uno de los rasgos que la actual emergencia sanitaria pone más en entredicho. Estamos mucho más correlacionados de lo que pensábamos. Dependemos de los demás en proporciones que no sospechábamos. Estamos interconectados, y no precisamente porque estemos en uno o -¡espantoso!- 20 grupos de WhatsApp. ¿Habrá imaginación fílmica suficiente en los próximos años para recordárnoslo o vamos a seguir apostando a la subjetividad y al yo?

Tenemos buenas películas de pandillas (The Warrior, La ley de la calle). Tenemos grandes relatos sobre clanes (El Padrino, El irlandés). Pero hay un vacío en el cine de la cooperación y el colectivo. Es una deuda pendiente.

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