J. G. Ballard: elige tu propia atrocidad

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Hace exactamente medio siglo, el escritor nacido en Shangai publicaba su novela más escandalosa, influyente y demandante: La exhibición de atrocidades.


No aclares que oscurece. En una edición crítica de 1990, James Graham Ballard nos preparó a todos para la gran revelación. Con una prosa de funcionario, anotó que el evasivo protagonista de La exhibición de atrocidades estaba inspirado en B. Traven: un novelista anarco-aventurero cuyo verdadero nombre, nacionalidad, fechas de nacimiento, muerte y cada uno de los siguientes detalles de su vida aún son motivo de discusión. En el libro de Ballard, por lo demás, el hombre avanzaba por los pasillos de pesadillas y hospitales mientras su nombre giraba como un caleidoscopio (Talbert, Traven, Travis, Talbot), su profesión y su estado civil danzaban en el aire (casado, médico, viudo, asegurador, soltero, piloto) y su mirada del mundo oscilaba como el péndulo de Foucault. Ok, Ballard: si algo no necesitaba La exhibición de atrocidades, era otro rayo catódico de misterio.

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Publicado hace exactamente cincuenta años, el libro todavía es un OVNI: un objeto radioactivo cuya mera clasificación taxonómica es un signo de pregunta. Después de aquello que el crítico Pablo Capanna calificó como su Fase Catastrófica (el período que se abre con El viento de ninguna parte -1961- y se extiende hasta la colección de cuentos de Zona de catástrofe -1967-, pasando por El mundo sumergido -1962-, La sequía -1964- y El mundo de cristal -1966-), Ballard metabolizó la inesperada muerte de su esposa de la forma más extraña. Así, mientras aprendía a criar en soledad a sus tres hijos, comenzó a drenar una serie de textos fragmentarios. Casi cubistas. Y si bien la literatura de Ballard siempre había pegado en el fleje de la ciencia ficción, estas "novelas condensadas" aparecían unificadas por una fosforescencia aún más extraña.

Reunidas alrededor de una trama concéntrica (el desarrollo de un congreso neurocientífico y la inminencia de la Tercera Guerra Mundial), las líneas de fuga disparaban en direcciones insólitas para los lectores de New Worlds y el ala dura del género: las teorías de Carl Gustav Jung, los vanguardistas de comienzos del siglo XX (Max Ernst, Alfred Jarry, Raymond Roussell), la pornografía, el popart (los mass media, la devoción por las celebridades, las instalaciones), la medicina, el cut-up de William Burroughs y la literatura de un lejano escritor sudaca llamado Jorge Luis Borges. En su legendario capítulo trece, por ejemplo, ponía en marcha un método menos literario que estrictamente artístico. Para contar la saga de los Estados Unidos, Ballard se limitaba a invertir la serie bíblica ("y tal engendró a tal" por "y tal mató a tal") y reemplazar los nombres. El resultado era tan escalofriante como La Parte de los Crímenes de 2666.

Aunque a priori parecía no obedecer a ningún patrón cronológico, Ballard encontró una estructura: quince capítulos independientes subdivididos en párrafos con sus propios títulos. Una movida astuta. Una mesa de operaciones donde, dispuestos obsesivamente sobre el acero quirúrgico, los episodios chocaban hasta drenar su sentido. Travis (o Talbert, o Traven, o Talbot) parece moverse a través de su propia historia como un disco rayado: ahora está en el aula magna de un hospital; ahora está en los hangares de un estudio de cine; ahora está corriendo en el campo detrás de una mujer con vestido blanco. Hacia adelante, de reversa y para los costados. Como si no solo el personaje, sino también el texto sucumbiera a su propia psicosis.

"Los otros dos compañeros, el piloto de bombardero de uniforme descolorido y la hermosa joven con quemaduras de radiación, nunca le hablaban –decía en el icónico capítulo de apertura-. La joven lo miraba de tanto en tanto con una débil sonrisa en la boca deforme. Deliberadamente Travis no respondía; no tenía ganas de ponerse en manos de esta mujer. ¿Quiénes eran ellos, estos mellizos extraños, emisarios de su propio inconsciente? Recorrieron durante horas los interminables suburbios de la ciudad. Los letreros se multiplicaban alrededor, amurallando las calles con réplicas gigantescas de los bombardeos de napalm en Vietnam, las muertes seriales de Elizabeth Taylor y Marilyn Monroe puestas una sobre otra en los paisajes de Dien Bien Phu y el Delta del Meckong".

El cierre aún emite su destello de transgresión. Utilizando como modelo un viejo texto del patafísico Alfred Jarry ("La crucifixión considerada como una carrera de bicicletas cuesta arriba"), Ballard propuso una lectura satírica para el gran magnicidio de los sesenta: "El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de automóviles cuesta abajo". No fue precisamente celebrado. Habían pasado solo siete años y, por cierto, Ballard no era norteamericano: era más británico que el té de las cinco. Aunque se justificó diciendo que se trataba de "un intento por darle sentido a la tragedia", el texto adquirió su propio status como calumnia.

El editor Jonathan Cape recogió el guante y William Burroughs firmó el prólogo: "la línea que separa el paisaje interior del paisaje exterior está borrándose –decía-. La totalidad de ese universo fortuito que es la era industrial se deshace en fragmentos crípticos, imágenes ampliadas e irreconocibles. Un libro literalmente explosivo". Unas semanas más tarde, el libro fue impreso y rápidamente destruido por una editorial temerosa de las represalias legales de las celebridades involucradas con nombre y apellido. La exhibición de atrocidades igual se abrió paso y, dos años después, incluso desembarcó en los Estados Unidos con un título alternativo e igual de poderoso: Love and Napalm: Export USA.

Como el napalm, el libro pedía una cierta distancia. La exhibición de atrocidades era el laboratorio abierto donde se ponían a prueba todos esos materiales altamente inflamables que Ballard usaría –de forma más convencional- en su trilogía urbana: Crash (1973), La isla de cemento (1974) y Rascacielos (1975). De manera que redireccionó su telescopio hacia el presente y allí, entre la fascinación sexual por los accidentes de tránsito y los grandes templos del capitalismo, encontró la horma de su zapato. La distopía, parecía decir el escritor, no era necesario buscarla en el futuro. Ya estaba entre nosotros.

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La exhibición de atrocidades de J.G. Ballard.[/caption]

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