Monterroso estuvo allí: los pasos del dinosaurio en Santiago

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Augusto Monterroso.

Descubriendo "alephes" con Pablo Neruda y espiando a la gente que entraba a los moteles, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso vivió durante dos años en Chile. El narrador, conocido por la brevedad de sus textos, fue entonces una pequeña presencia que "lloró orillas del río Mapocho", frustrado por no poder traducir bien un cuento desde el inglés.


Augusto Monterroso llegó al aeropuerto de Cerrillos durante la primavera del 54, movido por el primero de los tres destinos que, según él, aquejaban a los escritores latinoamericanos de su tiempo: "destierro, encierro o entierro".

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Meses atrás, militares alentados por la CIA habían derrocado al presidente guatemalteco Jacobo Árbenz, y Monterroso se vio obligado a renunciar a su puesto de secretario de la embajada en Bolivia.

La "Ley Maldita" había caído en desuso, y para un hombre de izquierda como él, Santiago le pareció no solo un destino seguro, sino también económico. Si hubiera tenido el dinero, habría ido a México sin pensarlo dos veces: el país norteamericano era el verdadero hogar de un guatemalteco nacido en Tegucigalpa, Honduras. Fue en México donde vivió su primer exilio, y donde moriría el año 2003, a los ochenta y tres años de edad.

La primera vez que escuché hablar de Monterroso, fue por la boca de un profesor de media que en una de sus clases habló del que alguna vez fue "el cuento más corto del mundo", y acá vamos: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".

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El famoso dinosaurio pesa como una cruz sobre la memoria del escritor, y en ese tiempo no le encontré ninguna gracia. Para peor, ya no era el cuento más corto del mundo: algún oscuro escritor español había tomado su posta, escribiendo Luis XIV, "Yo".

Aun así, hay algo de injusticia en el cliché del dinosaurio: en la selva plagada de animales que constituye su literatura, hay muchos más monos (que quieren ser escritores) y zorros (que ya lo son); hay burros que soplan flautas, caballos imaginando a Dios, y moscas, sobre todo moscas. Moscas que sueñan con ser águilas, moscas que aparecen en epílogos de libros, una historia de las moscas en la literatura universal.

Tal fue su obsesión con las moscas, que le dibujó una a Pablo Neruda cuando le envió la primera edición de Movimiento perpetuo desde México.

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Foto: Fundación Neruda.[/caption]

Míster Taylor y el Aleph

"Otro amigo de Neruda": con ese título apareció una pequeña reseña sobre Augusto Monterroso el año 2005, en La Prensa de Copiapó. Habían hecho amistad durante los años cuarenta, cuando Pablo Neruda ejercía de cónsul en México. Luego se volverían a encontrar en Santiago, y hasta se terminaría diciendo que Monterroso había trabajado como secretario del vate.

En una entrevista para ABC, luego de ganar el Premio Príncipe de Asturias el 2000, el guatemalteco contaría más detalles: "Unos amigos reunieron unos dólares que me permitieron llegar a Chile, el país más cercano, cuyo lema en su himno es 'el asilo contra la opresión'. Lo más natural hubiera sido que buscara a Pablo Neruda, pero me di cuenta de que todos los exiliados iberoamericanos, que éramos muchos, acudían a él en busca de apoyo. La puerta de Neruda no dejaba de sonar. 'Pablo, aquí estoy'. Yo me inhibí de hacer eso".

La timidez del guatemalteco, sin embargo, no le impediría publicar un relato en el diario El Siglo: "Pablo leyó un cuento, 'Míster Taylor', que había publicado en el diario del Partido Comunista y preguntó cómo es que habían publicado ese texto de Monterroso. Fue cuando le dijeron que yo vivía en Santiago desde hacía ocho meses. Y Neruda preguntó: '¿Y cómo es que no me ha venido a ver? Lo hubiera recibido muy bien. Yo lo conozco'. Entonces Pablo me invitó a celebrar su cumpleaños en su casa en Isla Negra. Fueron dos días de celebraciones".

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Vale la pena remarcar este cuento, "Míster Taylor", publicado el domingo 29 de mayo de 1955 en la primera página de El Siglo: en él se cuenta la historia de un explorador norteamericano que comienza a exportar cabecitas fúnebres de un pueblo indígena que vive en la selva amazónica, y de cómo la demanda de estas cabezas obliga a matar gente para seguir vendiendo. Monterroso escribió esto después de la intervención del ejército mercenario de la United Fruit Co. en Guatemala, e indicó en entrevistas posteriores que la creación de este texto lo puso en un conflicto entre la indignación que sentía, y la idea que tenía sobre cómo tiene que ser la literatura.

Durante ese año, Pablo Neruda lo invitó a trabajar con él en La Gaceta de Chile, y fue en esas ocasiones en que el guatemalteco se familizaría con La Araucana. "Neruda tenía cierto culto por La Araucana, le gustaba mucho oírla. Él siempre estaba rodeado de amigos, y en ocasiones, cuando algún amigo lo visitaba, él le decía 'oye, por qué no lees el canto tal'", le contó Monterroso a Cristián Warnken en una entrevista publicada en la Revista Noreste.

Fue en esas reuniones donde terminó dándose cuenta de que, a su modo, Alonso de Ercilla había predicho a Borges en la tarea de describir un Aleph. En el cuento del mismo nombre, el escritor argentino se encuentra con una especie de esfera pequeña donde "están, sin confundirse, todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos". De ahí, comienza una enorme lista de cosas que el narrador ve en el Aleph, tales como "las muchedumbres de América", "un cáncer en el pecho", "mi dormitorio sin nadie" y otras dos páginas de los más diversos elementos.

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Cuenta Monterroso que, en La Araucana, Ercilla recita la invención del mago Fitón: una "cámara espaciosa que medía milla en cuadro" donde se ven todos los sitios posibles del mundo antiguo y del mundo moderno, y a sus habitantes. En cuarenta y siete octavas y media (380 versos), el poeta español se dedicó a describir todas las cosas que se veían en este Aleph gigantesco. "Entonces encontré una enorme similitud: en uno es un Aleph muy grande, en Borges es muy pequeñito, pero en los dos se ve lo mismo, se ve el universo, se ve lo que está pasando en México, en el Aleph del mago Fitón, La Araucana, canto 27, segunda parte...".

Mirando la gente que salía de los moteles

Carlos Orellana fue editor de Planeta Chile durante los años noventa, y se dice que fue uno de los principales impulsores del fenómeno editorial que se llamó la Nueva Narrativa Chilena. Vivió exiliado durante la dictadura, y a pesar de dedicar toda su vida a la literatura nacional, había nacido en Guatemala.

Para 2003, en la revista Punto Final, Orellana conmemoraba al recién fallecido Monterroso: "Evoco su vida en Chile, sus pobrezas y desencuentros, las estrecheces cotidianas, la humildad de la habitación que ocupaba en un vetusto edificio de la céntrica calle París; no me cuesta evocar su tránsito por las calles santiaguinas, acarreando las pruebas de imprenta que corregía para la Editorial Universitaria, o su búsqueda de apoyos en tareas cercanas a la literatura, a lo suyo".

En tanto, en el libro Penúltimo informe, contaba lo siguiente: "Recuerdo la modesta habitación que ocupaba en un segundo piso de una vetusta casona en la céntrica calle París. Desde su ventana, nos contaba, se entretenía viendo los movimientos tímidos y furtivos de las parejas que buscaban el cobijo de los numerosos hoteles de citas del sector. Llenaba así los vacíos de tiempo, a la espera del pequeño núcleo de comunistas guatemaltecos citados para la reunión ritual de todas las semanas". Algo me hizo clic cuando leí esto.

Más allá de la breve introducción en el colegio, mi primer encuentro serio con Monterroso se lo debo a un minúsculo librillo rojo edición LOM que encontré en la librería de San Diego en la cual trabajé un verano. Estaba el cuento "Llorar orillas del río Mapocho", que cuenta sus aventuras intentando traducir para la Editorial Zigzag; estaba La brevedad, cuatro párrafos en los que confiesa que siempre había querido escribir novelas largas; estaba Leopoldo (sus relatos), una inocente narración sobre un inocente y perfeccionista escritor, que se desvivía en una biblioteca buscando información que le sirviese para narrar la pelea entre un erizo y un perro.

Revisé de nuevo el librillo, pero no estaba lo que buscaba; no había ninguna alusión a la gente de los moteles. La encontré en otra antología, en el cuento "Bajo otros escombros": "Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del hotel de paso en la calle París de Santiago de Chile". ¡Bingo! Continúa y relata la historia de un hombre que sospecha que su esposa le es infiel. "Pero volviendo a este hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría. Atisbaba nervioso la salida falsamente confiada de cada pareja, temeroso de que fuera la que él esperaba y de que, en un descuido, se le escaparan, confundidos con las primeras sombras".

Confirmado en este cuento se lee el pasatiempo que Orellana refería en sus memorias: "A veces nos pasábamos toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo, viéndolos acercarse desde las calles laterales y entrar. O no entrar. Apostábamos. Éstos entran. Éstos no entran. Uno perdía, o ganaba, pues los que parecía que iban a entrar, y a los cuales uno les apostaba, pasaban de largo, para regresar y entrar después de diez pasos en que se suponía que la virtud iba a obtener una de sus más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada".

El misterio de quiénes eran Enrique, Roberto y Antonio queda abierto, junto con la dirección exacta en París: en una línea del cuento se refiere a una pared azul, por lo que cabría sospechar de la esquina con Santa Rosa. Después de medio siglo, es difícil que se mantengan los mismos colores. Por otra parte, incluida la entrada a un instituto profesional, casi todas las casonas de esa calle parecen potenciales moteles.

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Un hombre breve

En varios perfiles que se hicieron de Tito, como le decían sus cercanos, para el momento en que ganó el Príncipe de Asturias el 2000, se habló de su pequeña estatura, encontrando un paralelo con la brevedad de sus relatos. Él mismo, en su texto "Estatura y poesía", cuenta cómo en Centroamérica la miseria y la desnutrición son "la causa de que mis paisanos y yo estemos todo el tiempo invocando los nombres de Napoléon, Madero, Lenin y Chaplin cuando por cualquier razón necesitamos demostrar que se puede ser bajito sin dejar por eso de ser valiente".

Carlos Orellana comenta en sus memorias: "otras veces, el destino era la Librería Nascimento, donde Tito se regocijaba charlando de literatura y cotejando su pequeña estatura con Manuel Rojas y Joaquín Gutiérrez, los dos únicos gigantes —no es una metáfora— de las letras locales de ese tiempo". Paradójicamente, el metro sesenta de Tito se enfrentaba a los metros noventa del escritor de Hijo de ladrón y del costarricense de Cocorí, que no por centroamericano empequeñece.

Durante esos tiempos, la Librería Nascimento en el Paseo Ahumada 125 era el lugar donde los poetas, los narradores, y los aspirantes a poetas y narradores se encontraban. Probablemente fue ahí donde, según relata "Llorar orillas del río Mapocho", José Santos González Vera le dio "con la aprobación de Manuel Rojas y el posterior apoyo sonriente de Pablo Neruda", uno de los consejos menos prácticos que podía recibir un desempleado:

Mire, si para ganarse la vida tiene que vender algo, no se vaya a dedicar a vender cosas pequeñas, como escobas o planchas. Eso da mucho trabajo, deja poco dinero, y por lo general la gente ya tiene una escoba y una plancha. Venda acorazados. Con uno que venda tiene resuelto el problema suyo y el de su esposa para toda la vida.

Después, para reivindicarse, González Vera le pasó una tarjeta para así entrevistarse con el señor Zañartu de Zigzag, e intentar traducir algo.

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Esa Nochebuena en Santiago

Augusto Monterroso alcanzó a estar dos años en Chile: en 1956 juntó el dinero que necesitaba y volvió a su querida Ciudad de México. Más tarde, pasaría a Guatemala contadas ocasiones, y volvería a Santiago el año 99 a recibir un oscuro premio literario del cual no se habló mucho entonces, y mucho menos se habla hoy.

El año 62, Manuel Rojas hizo un viaje a Estados Unidos, donde conoció a una joven de veinte años que terminaría siendo su tercera esposa: Julianne Clark. Los dos se fueron a Ciudad de México, donde Tito Monterroso y su esposa Milena los recibirían, ayudándoles a encontrar apartamento y compartiendo con ellos en cenas y fiestas.

La historia de este viaje norteamericano está profusamente relatada en el libro Pasé por México un día, donde Rojas no solo habla de la capital azteca, sino de todas las distintas ciudades que conoció junto a Clark. Lamentablemente, a pesar de haberle dedicado el libro "a Tito y Milena Monterroso", no se refiere en mayor parte a ellos: al mejor estilo de un libro de viajes, escribe sobre México, sobre los mexicanos, su historia, arquitecturas y todo eso que interesa más a las agencias de turismo.

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En la Fundación Manuel Rojas se me contactó con Ignacio Álvarez, académico de la Universidad de Chile y experto en el autor de El vaso de leche. Me dijeron que había hecho una charla, y que había encontrado un cuento inédito de Rojas en el que se refiere al escritor guatemalteco.

"Efectivamente —me escribió Álvarez—, hay un cuento inédito de Manuel Rojas que trata de un episodio que Monterroso vivió en Chile. Se llama "Nochebuena en Santiago", es un poco humorístico y da cuenta del carácter fiestero de Monterroso. El cuento será publicado a fines de este año". Para provecho de todos, el relato se va a incluir en los Cuentos completos que Penguin Random House va a publicar prontamente. Para tristeza mía, el contrato de edición impide tener acceso al contenido por ahora.

Pero aún quedaba una pista, y la encontré en las memorias de la misma Julianne Clark, que, a diferencia de su esposo, escribió en términos más prácticos del viaje por México. El libro, editado por Catalonia el año 2007, lleva por nombre Y nunca te he de olvidar: memorias de mi vida con Manuel Rojas, y habla tanto del recorrido por el país del norte, como la llegada a Santiago con su Manolo.

https://culto.latercera.com/2018/12/18/hijo-de-ladron-manuel-rojas/

Respecto a las cenas y fiestas con el matrimonio Monterroso, relata de una vez que su madre —la señora Clark— preparó un ponche que encantó a todos los asistentes, "que hasta la querían nombrar ciudadana ilustre", y también de cuando, en serio estado de ebriedad, Milena Monterroso empezó a proferir los peores insultos contra los gringos, "que eran justamente detestados por toda Latinoamérica". Entre otras anécdotas, Clark cuenta la siguiente:

De un tiempo en Chile, Tito contaba cómo una Nochebuena había presenciado cuando los carabineros arrestaban a un pobre curado, escena que despertó su indignación. A medida que al pobre lo iban arrastrando por la calle, se le cayó un zapato que Tito se aprestó a recoger. Corriendo detrás, los alcanzó y pretendió interceder en defensa del curado, que era un hombre de condición humilde, argumentando en vista de que era la Navidad, sería bueno que los carabineros le tuvieran un poco de lástima y no lo arrestaran. Justo cuando se hallaba en lo más conmovedor de su súplica, el curado se dio vuelta, y viendo su zapato en poder de Tito, lo acusó de habérselo robado. El tiro del gesto compasivo de Tito pasó a salirle por la culata, y en un revés de fortunas, los carabineros soltaron al curado y llevaron preso al pobre guatemalteco.

*

En el discurso que dio al recibir el Premio Príncipe de Asturias, Augusto Monterroso reveló una humilde esperanza que su afán de reconocimiento abrigó: "En un momento de optimismo manifesté hace algunos años, en ocasión parecida a ésta, que mi ideal último como escritor consistía en ocupar algún día en el futuro media página en el libro de lectura de una escuela primaria de mi país. Acaso esto sea el máximo de inmortalidad a que pueda aspirar un escritor". Para su buena suerte, cuando uno abría un texto de Lenguaje y Comunicación hace unos años en Chile, Monterroso todavía estaba allí.

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