Red Hot Chili Peppers: el tercer tiempo de los salvajes

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Red Hot Chili Peppers.

Los Chili Peppers eran sinónimo de pasarlo bien y fiesta cuando el rock se había decidido por la amargura. El viejo amigo infalible para carretear que se aparece de tanto en tanto siempre es bienvenido.


La mejor noticia posible para Red Hot Chili Peppers es el regreso de John Frusciante y la salida de Josh Klinghoffer. Su estilo preocupado de las texturas y las exploraciones tímidas no tuvo lugar en una banda que en sus mejores tiempos era puro músculo, instinto y picardía. A pesar de su relativa juventud —30 años cuando fichó—, no trajo frescura ni modernidad al grupo sino que formó parte de una década de lento descenso de los californianos entre discos intrascendentes y conciertos flojos de energías intermitentes. No dependía de él aquel proceso pero tampoco pudo evitar la decadencia ante un desafío superior a sus talentos.

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La arqueología profunda en Youtube comprueba que la mala fama en vivo de Red Hot Chili Peppers no se puede achacar a la edad o un aburguesamiento por la condición de rock stars millonarios, sino que se trata del rendimiento promedio en directo desde los orígenes a mediados de los 80. Impredecibles, explosivos, temperamentales y virtuosos, merecen todos esos calificativos, pero también carecen de foco y fiato frente al público. El carisma indiscutido de Anthony Kiedis es inversamente proporcional a su capacidad melódica, qué decir de la afinación en su canto. Los movimientos espasmódicos y las morisquetas como si se tratara de mocosos que han consumido demasiada azúcar en un cumpleaños se sobreponen a la interpretación, y durante un tiempo se entendía porque era una reacción a la ingesta de cocaína que hizo mella en la banda en los primeros tiempos. Tras quemar demasiado combustible en poco rato los conciertos contenían pasajes semejantes a ensayos tanteando futuras piezas y esa mecánica quedó enquistada en el escenario. Con el correr de los años las divagaciones instrumentales se han acentuado, pero en paralelo quizás explica por qué aún atraen público juvenil. Hay algo de eterno adolescente, locura y rebeldía exhibicionista en ellos —dejémoslo en pintamonos—, combinación perfecta en una cultura que lleva medio siglo celebrando al target.

Ese estilo desprolijo en directo es parte del inventario de Red Hot Chili Peppers desde que el guitarrista era Hillel Slovak, cuyo paso forjó el ADN del grupo en una mezcla de guitarras funk y lisérgicas, y la batería corría por cuenta de Jack Irons. Ese desparpajo que incluía extravagancias en la ropa proveniente de la escuela del funk estrafalario de George Clinton se unía a una devoción por Jimi Hendrix. Repitiendo el truco de Elvis Presley en los 50, RHCP llevó a las audiencias blancas la carga sexual explícita de aquellos ritmos y estilos de sangre negra y caliente.

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Surfistas californianos, el culto al cuerpo selló un atractivo que los convirtió en el número rock más explícito de los 90 incluyendo coqueteos con la bisexualidad como ocurría en el sugerente video de "Warped" del subvalorado e injustamente vilipendiado One hot minute (1995), cuando Dave Navarro se hizo cargo de la guitarra tras la salida de Frusciante en medio de la vorágine del éxito de Blood sugar sex magik (1991) y el paso anodino de un par de reemplazantes.

La expectativa en el regreso de John Frusciante está en el estudio. Los mejores álbumes de Red Hot Chili Peppers como Mother's milk (1989), Blood sugar sex magik (1991) y Californication (1999), entre lo más selecto del rock estadounidense de los últimos 30 años, llevan su firma en los créditos. Si mejoran en vivo será un bonus track y un agrado verlos de vuelta, pero las fichas corren a un eventual larga duración, formato en jaque en la industria ante la arremetida de los singles como estrategia promocional. Ya nadie espera un disco y como prueba tenemos el ambicioso álbum doble de Coldplay tras cuatro años de silencio, que ha dado un poco lo mismo. Distinto si se trata de la alineación clásica de Red Hot Chili Peppers en un tercer capítulo con John Frusciante como si se tratara de una saga cinematográfica que se rehúsa a un final o un amor apasionado con idas y vueltas.

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Es el embrujo de un rock clásico de los 90 asociado a cierto salvajismo, carnalidad y hedonismo playero cuando las corrientes dominantes estaba en frecuencias más agrias y flagelantes, primero el grunge con su pesimismo y después las rabietas del nü metal. Los Chili Peppers eran sinónimo de pasarlo bien y fiesta cuando el rock se había decidido por la amargura. El viejo amigo infalible para carretear que se aparece de tanto en tanto siempre es bienvenido.

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