Insuperable Scorsese

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El director lleva a la pantalla, durante 3 horas y media, la vida de un pistolero que parte robando carne como camionero repartidor, se convierte en sicario a las órdenes de una figura prominente de la mafia y después asciende al primer círculo de confianza de Jimmy Hoffa, el presidente del poderoso sindicato de los camioneros.



La nueva película de Scorsese, El Irlandés, no es la realización de un triunfador que quiere coronar su filmografía con un título aplaudido y sin riesgos. Al revés: es la obra de un realizador que nunca las ha tenido todas consigo y que ahora, en un momento especialmente glorioso de su carrera, sigue apostando fuerte por el vacío, por la incertidumbre, por instalar esta cinta colosal y desproporcionada en las antípodas del gusto dominante y del cine concebido para regalonear a la sensibilidad de esta época.

Qué extraordinaria coherencia la de Scorsese. Qué pasión por los códigos, los ritos y la estética del mundo gangsteril. Qué fidelidad y cariño a los personajes disociados. Qué obsesión la suya de contar la historia de los Estados Unidos desde esa perspectiva. Qué arriesgada su decisión de llevar a la pantalla durante 3 horas y media la vida de un pistolero que parte robando carne como camionero repartidor, que se convierte en sicario a las órdenes de una figura prominente de la mafia, que después asciende al primer círculo de confianza de Jimmy Hoffa, el presidente del poderoso sindicato de los camioneros, y que -ya blanqueados sus antecedentes, reconocido por sus pares y aceptado por el establishment- termina, con su traición, sacando a Hoffa de la escena el día que éste se vuelve un factor de conflicto e inestabilidad para las grandes intereses del negocio del delito y el crimen. Por cierto esta no es una historia lineal. Es un relato episódico, entrecortado, fragmentario. Un relato que funciona más por acumulación que por grandes vuelcos, que transita por los consabidos vértigos del cine de Scorsese, aunque desemboca en una serenidad geriátrica que no le conocíamos, que salta del pasado remoto al pasado intermedio y de éste al presente terminal o senil, y que -en fin- describe la vida de un mafioso que hace del asesinato una industria y de su vida una conjetura quizás no arrepentimiento pero a lo mejor sí de redención. Imposible un desliado de mayor pureza scorsesiana.

Para el mejor director del mundo actualmente en actividad esto es -cómo no- una gran fiesta. Ya nadie filma con esta destreza, elegancia e inspiración. Ya nadie compone -a la entrada de un cabaret, en los pasillos de un hotel, en los corredores de un asilo de ancianos, en el interior de un restaurant donde va a ocurrir una masacre- episodios completos con estilizados planos secuencias que parecieran corresponder a un ballet cronometrado, pero que en verdad son explosiones demenciales de violencia y sangre. Ya nadie logra transmitir con tanta urgencia la sensación de precariedad asociada a las cambiantes relaciones del mundo de la mafia. Y nadie se da el tiempo que se da Scorsese (Tarantino podría calificar también en este plano) para rescatar la banalidad de los diálogos cuando conversan dos criminales que podrían destruirse mutuamente en cualquier momento.

A los 76 años Scorsese ha hecho una película que pacta con las nuevas tecnologías (los actores de los principales personajes están rejuvenecidos digitalmente por largos tramos), que sigue anclada a los supuestos y motivos del cine clásico y que ahora se abre por primera vez en su carrera al tema de la muerte. Ojalá no sea el último eslabón de la obra de un realizador inconmensurable. Hay que disfrutarla como otro conmovedor testimonio del genio un cineasta que, lanzado al mundo, sigue ahí, sin aflojar ni dar tregua.

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