Un monumento

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He aquí un cine que no predica en torno a la lealtad, la traición, los ánimos redentores, la vejez o la mismísima muerte: más bien los hace carne en los grandes momentos y en los pequeños detalles, convirtiéndolos en la materia misma de su arte.



Desde hace unas semanas, Martin Scorsese viene siendo aplaudido y denostado por declarar que el "universo Marvel", uno de los filones que mantienen vivo a Hollywood, no es realmente cine. Que el cine es otra cosa. O al menos lo es el cine que le gusta ver: con personajes trabajados, con emociones genuinas, anclado en las cosas del mundo. Y al tiempo que decía lo que decía, estrenaba mundialmente un bicho raro: El irlandés, producida por Netflix. Eso sí, antes de llegar al streaming se ha dado una larga vuelta por festivales de cuatro continentes, y ahora desembarca en el circuito local con la misma lateralidad con que lo hizo Roma el último verano. Así, con los condicionamientos del caso, asoma la opción de ver en la gran pantalla este monumento clásico/moderno que incluso es más larga que El Padrino II (ya que hablamos de monumentos).

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Un poco como pasó con El lobo de Wall Street, la cinta se sostiene en los recuerdos difícilmente verificables de su protagonista, Frank Sheeran (Robert De Niro), consignados en 2004 en un libro del exfiscal Charles Brandt. El "Irlandés" del título es un veterano de la II Guerra que trabajó para el mafioso Russell Bufalino (Joe Pesci) y, a través suyo, para el líder sindical Jimmy Hoffa (Al Pacino). Son unas tres décadas que transcurren en Filadelfia, Nueva York, Detroit y otras ciudades, vertebrado todo por la voz en off de Sheeran, y sin suplir a los mencionados actores setentones, gracias a un costoso "maquillaje digital" que los rejuvenece. Y que funciona.

Saga criminal que devuelve a Scorsese a los territorios de Buenos muchachos y Casino, tiene tanto o mejor sentido del timing dramático. El montaje visual y auditivo, que anticipa las escenas, que crea pausas inundadas de sorpresa y perplejidad, corona un trabajo delicado, donde un silencio inopinado o una sombra bajando por la escalera tienen más significado afectivo que toda gesticulación de repertorio. Por esta vía, la película explora el drama, la tragedia y, en más de un sentido, la comedia, sin abandonar el peso brutal de su puesta en escena.

He aquí un cine que no predica en torno a la lealtad, la traición, los ánimos redentores, la vejez o la mismísima muerte: más bien los hace carne en los grandes momentos y en los pequeños detalles, convirtiéndolos en la materia misma de su arte. De ahí que resulte tan familiar y tan extraordinaria al mismo tiempo.

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