Una novela de aprendizaje en miniatura

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Un día lluvioso en Nueva York.

Hay artistas aluvionales, imparables, que en cierto momento ya rompen el esquema binario de lo bueno y lo malo, y hay que leerlos desde un nuevo cielo de sentido. Así hay que leer al Woody Allen de Un día de lluvia en Nueva York, su película estrenada este año.



El título de la nueva película de Woody Allen trabaja sobre un cliché. Un día de lluvia en Nueva York. ¿Hay algo más trillado que Manhattan en otoño, algo más empalagoso que Nueva York bajo la lluvia, algo más transitado que la idea de pasar "un día" extraordinario –fuera de lo común, irrepetible–, que cambia de una vez y para siempre el curso de nuestras vidas? Quizás no lo haya, y sin embargo Woody Allen parece haberse ganado una especie de pase libre, una carta franca para transitar ciertos bordes del cliché, de la cursilería y de lo inverosímil. Sus películas más recientes nos dicen que es posible trabajar con esos supuestos y, en un mismo movimiento, confirmarlos y criticarlos.

Un día de lluvia en Nueva York narra 24 horas en una pareja joven de estudiantes que viajan a Manhattan (de donde es él), porque ella tiene que entrevistar a un importante director de cine para la revista de la facultad. Él trata de huir del destino fastuoso de la alta burguesía de su familia y ella es una chica algo naif de Tucson, Arizona encandilada por el brillo de la gran manzana (la chica ingenua del interior norteamericano en Annie Hall y es una figura recurrente de su filmografía). Sobre esa premisa, ese será un día cargado de acontecimientos, y al día siguiente, cuando se despierten, sabrán que ya nada volverá a ser igual para ellos, con la cuota de exageración que tienen siempre esas epifanías.

Muchas de las películas de Woody Allen parecen brotar de la fórmula más antigua del mundo, el "había una vez". Había una vez un hombre que estaba tan obsesionado con la París de los años 20 y que terminó encontrando una grieta de tiempo para proyectarse a esa época (Medianoche en París); había una vez un director de cine que se quedó ciego y siguió rodando su película (Hollywood Ending); había una vez un hombre tenía la capacidad física para mimetizarse con las personas con las que conversaba (Zelig). En ese sentido, aunque a veces utilice recursos disruptivos, como en la propia Zelig –el falso documental– o en Deconstructing Harry –la forma se rompe a medida que la subjetividad del personaje se va quebrando–, Allen siempre cuenta un cuentito. Por eso su cine es particularmente hipnótico, y quizás haya que endilgarle una palabra que la crítica cinematográfica a extirpado como un virus de su organismo: su cine es siempre entretenido. Incluso cuando falla, que sucede a menudo.

Porque, ya nadie lo ignora, hace muchos años que Woody Allen viene produciendo, como se suele decir, una película buena y una mala. Y sin embargo, quizás sea hora de discutir también esta percepción consensuada. ¿Desde qué parámetros se juzga lo bueno y lo malo en cuestión de arte, por lo pronto? Esa pregunta vertebra la historia de la crítica cultural y su respuesta cambia con los contextos, con las épocas, con las escuelas y las tendencias. Pero lo cierto es que hay artistas aluvionales, imparables, que en cierto momento ya rompen el esquema binario de lo bueno y lo malo, y hay que leerlos desde un nuevo cielo de sentido. Sucede, por ejemplo, en la literatura contemporánea, con un autor como César Aira. Son artistas de producción constante y sostenida, y en cierto momento su sistema empieza a ser mucho más amplio y gravitante que cada una de las piezas que lo componen. Entonces, esos libros, esas películas, ya no se pueden juzgar de manera aislada, sino como engranajes de una máquina mayor, que es la que realmente importa. Así, daría igual si Un día de lluvia en Nueva York es una de las "buenas " o de las "malas" de Allen. Lo que importa es que es "una de Allen", en el sentido en que constituye un tono más, un nuevo color de un cuadro amplio, mayor.

Algo muy singular de esta película es la luz. Ambientada durante casi toda la trama bajo una lluvia persistente, las caras de los actores están iluminadas con un amarillo soleado, incluso en las escenas de interiores. ¿Error o decisión estilística? De nuevo, una pregunta imposible de contestar. En todo caso, lo que se puede preguntar es si esa decisión es pertinente o no y qué termina connotando. Como en películas viejas del director, la verdadera subtrama de la narración es la búsqueda de la identidad de los personajes. ¿Quiénes son y quiénes quieren ser? Ese es el conflicto humano que está bajo la punta del iceberg del film y las luces y sombras algo exageradas, esa luz desmedida y antinatural, quizás sean una manera de acentuar, a través de la fotografía, el conflicto emocional que recorre la historia.

Ya hace muchos años que nos fuimos acostumbrando a la idea de que Woody Allen no aparece en sus películas. Quizás como una manera de estar sin estar, los actores jóvenes que protagonizan sus trabajos de algún modo lo emulan, imitan ciertos gestos emblemáticos. Allí también se puede ver la marca de estilo de un autor que se sustrae pero que domina la película de manera fantasmal. Hay una forma rara de la omnisciencia ahí: no hace falta verlo porque está en todos lados.

Finalmente, esta película se inscribe también en la tradición de los films concentrados en un solo día en el que varios personajes descubren al mismo tiempo quiénes son, luego de pasar por momentos dramáticos, por pequeños exorcismos, por purgas. Una novela de aprendizaje en miniatura. Las casualidades que puntúan el relato –justo se encuentra con un amigo apenas llega a la ciudad donde viven más de diez millones de personas, justo la ve a su novia con otro entrando a un lugar–, aunque algo improbables, son la condición de posibilidad de una propuesta así, la de un día "excepcional". Woody Allen pide que suspendamos la incredulidad, y nosotros, como buenos alumnos, como devotos de su cine, lo hacemos.

https://www.youtube.com/watch?v=IwRsgSN7iR8

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