El descafeinado regreso de La casa de las flores

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La casa de las flores 2.

Tras una divertida primera temporada, la serie de Netflix regresa no solo sin Verónica Castro, sino también sin esa ingenuidad y vigor que marcó su debut.


No es spoiler contar que Virginia de la Mora (Verónica Castro) murió en La casa de las flores, porque el primer adelanto de su segunda temporada lo apuntaba, en parte porque el guion así lo estipulaba, pero también porque Castro se negó a participar, luego de enterarse que solo sería una voz en off. La otrora reina de las telenovelas mexicanas sintió que no estaba dispuesta a tal ninguneo, más aún cuando su regreso a la televisión se había visto opacado por la actriz Cecilia Suárez, quien gracias a su rol de Paulina (sí, aquella que habla bas-tante des-pa-cito) se robó completamente la atención en esta ficción visualmente almodovariana y de tono telenovelesco.

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La ausencia de Castro se reciente en este regreso —aunque su figura sigue revoloteando en la trama—, pero no es el gran problema de esta segunda temporada, centrada en Paulina y sus deseos por recobrar tanto el cabaret como la florería, luego de vivir en Madrid con su esposo ahora esposa. Parece ser que a su creador, Manolo Caro, también se le evaporaron las ideas que tan divertidamente plasmó en el primer ciclo, que lucía fresco y sorpresivo, disparatado y asumiendo riesgos, tomando el género del culebrón con ironía e ingenuidad.

Esta vez, y con éxito en sus espaldas, la apuesta de Netflix se siente como algo ya visto —aunque el diseño de producción sigue siendo vistoso y colorinche— y la historia va en reversa: todo lo que ya vimos en los primeros 13 capítulos, que iba hacia delante, aquí se intenta ir hacia atrás, de modo majadero y sin las escenas sorpresivas que deberían sacar risas y que ahora solo son sonrisas escasas. Paulina sigue siendo el personaje más llamativo y el que se luce más, pero sus motivaciones en la trama (que transcurre exactamente un año después del último capítulo) parecen absurdos y, lo que es peor, poco originales. Forzados, porque había que alargar el éxito y no han sabido cómo continuar.

Los números musicales que rompen la trama, en cada episodio, tampoco lucen como en la primera temporada y los actores que interpretan a los hermanos de Paulina —Aislinn Derbez y Darío Yazbeck— continúan ahora con historias más improbables y menos interesantes (como un par de inmaduros y adictos al sexo, para dar pie a escenas sexuales destapadas que se sienten demasiado calculadas y frías), así como la del patriarca, esta vez seguidor de una secta y que termina por destrozar a un personaje que en el primer ciclo, al menos, daba cuotas de tensión a la historia y que en esta oportunidad podría no estar.

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Con una tercera temporada no solo ya confirmada sino también ya grabada, cuesta comprender que La casa de las flores se desmorone tan rápidamente en ideas y diversión, porque se trata de un grupo de personajes que podían avanzar con nuevas historias. El pie forzado que da nombre a la serie parece ser su principal condena: cuando la historia intenta correr hacia delante —salvo a la matriarca de la familia, a nadie más le interesaba la florería y cada quien tenía otros trabajos e intereses—, el guion devuelve a todos al partidor, a la florería, a lo que supuestamente une la historia.

Pero sin Verónica Castro y con esa trama ya resuelta, resulta incomprensible que el creador de la serie no inventaran un nuevo móvil de unión —el testamento de la madre vale solo como punto de partida y no como fin—, desaprovechando la posibilidad de extender una ficción que pasa velozmente de revelación latina del año a una versión más mansa y descafeinada que el pastiche anterior que la hizo triunfar, tanto en público como en crítica. Lo que queda de La casa de las flores no son más que flores marchitas.

https://www.youtube.com/watch?v=5_TFekLVmvA

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