Elegancia y bondades para no olvidar

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Kent Nagano tomó la batuta para comenzar con el Concierto para violín en Re Mayor Op. 77, de Brahms, una obra de páginas arduas a la que el compositor, en su enérgico desarrollo de ideas, dio una importancia artística de conjunto.


¿Qué más se puede decir de Kent Nagano? Ya en 2016 mostró todas sus bondades en una presentación inolvidable, y ahora, sin ninguna merma en su regreso al escenario de la sala CorpArtes, el director californiano solo volvió a ratificarlo todo.

Esta vez, frente a la Orquesta Sinfónica de Montreal -en el último año como su director-, nuevamente envolvió con su sentido musical, radiante y expresivo. Con sutilezas en las formas y en los estilos. Con un impresionante manejo de las texturas y de las precisiones rítmicas. Elegante, parsimonioso y sin aspavientos ni gesticulaciones exageradas, todo lo cual es ya parte de su sello personal.

Nagano tomó la batuta para comenzar con el Concierto para violín en Re Mayor Op. 77, de Brahms, una obra de páginas arduas a la que el compositor, en su enérgico desarrollo de ideas, dio una importancia artística de conjunto: no entregó pasajes de puro lucimiento a su solista, sino que incluso le escribió algunos bastante ingratos. En ese sentido, todo fluyó a pedir de boca. El director, con gran y profesional respuesta de la agrupación canadiense, y con Simone Lamsma como extraordinaria solista invitada, extrajo lirismo, expresividad y vigor para introducir al violín; fue idílico en su segundo movimiento, excitante y marcial en el tercero.

Pero en esta entrega, el mérito fue compartido con la violinista holandesa: no solo fue una refinada solista, de clara personalidad interpretativa, con buen gusto en su interpretación; también imprimió a su trabajo fuerza e intensidad expresiva, con una amplia gama de matices y con el espíritu de Brahms rodeándola y atrayendo la atención sobre su ejecución elocuente. Su labor fue recompensada por el público, y ella, agradecida, respondió con el último movimiento de la Sonata para violín solo, de Paul Hindemith, donde se pudo apreciar su virtuosismo y su gran técnica.

Luego, Nagano retomó el escenario con el Concierto para orquesta, de Bartók, con un carácter de optimismo y tristeza nítidos, con clara diferenciación de formas, navegando junto a la orquesta por sonoridades envolventes y precisos manejos de las sensaciones de melancolía y pesimismo severo. También por la ligereza del "Juego de las parejas" (segundo movimiento), por la aflicción del tercero, la levedad del "Intermezzo" y la energía y vitalidad de su final. Como regalo, llegaron una parte del Concierto rumano, de Ligeti, y una incomparable Danza húngara N° 5, de Brahms. Una forma de terminar con poderío un concierto que, tal como se dijera hace dos años, será muy difícil de olvidar.

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