Auge y caída de colonia de escritores en San Bernardo

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En Memorias de un tolstoiano, el Premio Nacional de Literatura Fernando Santiván realiza una radiografía de la fallida colonia que intentó sostener junto al también escritor Augusto D'Halmar y el pintor Julio Ortiz de Zárate.


Duró más que la Carpa de la Reina de Violeta Parra y operó como residencia de anarquistas, pintores y novelistas. Se ubicó en San Bernardo y contó con el beneplácito de varios stars de la época: Manuel Magallanes Moure –que cedió una casita en San Bernardo a favor de la causa—, Baldomero Lillo y Carlos Pezoa Véliz, por nombrar a los más conocidos. La Colonia Tolstoiana, suerte de Black Mountain College chileno, nació de las inquietudes metafísicas y políticas de Fernando Santiván, Julio Ortiz de Zárate y Agusto D'Halmar. Y como cualquier cosa inventada por escritores, estaba rodeada de un aura de solemnidad y mitología de alto calibre.

Pero la historia de su fundación y posterior caída es, en las memorias de Santiván, algo más cercano a una comedia de equivocaciones o un sketch de Monty Phyton.

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«Tolstoi es como nuestro padre común… Yo…, yo», titubea Santiván durante una tertulia en casa de D'Halmar, «yo iría en peregrinación a Rusia sólo para besar sus manos venerables…». Ortiz de Zárate y D'Halmar lo escuchan atentos. D'Halmar, como en un rito de iniciación, lo invita al Parque Forestal, donde todos los días despide al sol con loas y palabras de alto vuelo poético. Allí, Santiván, como un joven rabioso, les expresa sus verdaderos deseos: «Tanto machacamos las mismas ideas, tanto dimos vueltas a la misma noria, que yo concluí por fatigarme de tanta palabrería estéril. Y un día, sacando bríos de flaqueza, me atreví a alzar la voz ante el joven maestro: Y si tanto admiramos la vida tolstoiana, ¿por qué no realizarla?... ¿Hay algo que nos impida vivir de acuerdo con nuestras ideas?».

¿Upa?, chalupa. Como tres mosqueteros, y luego de gestiones de Santiván, parten al sur en busca de la tierra prometida. Los desconfiados les dan malos augurios: «alguien explicó que en la selva abundaban leones y que seríamos devorados como corderillos. Pero el vaticinio más horrendo fue el de las lluvias. Allí no existía verano; sólo podían subsistir los sapos y los cisnes del poeta Winter».

D'Halmar, sin embargo, no tenía vocación ni de sapo ni de cisne. En pleno viaje en tren, y lleno de dudas, le dice a Santiván que el lugar al que se dirigen «es el fin del mundo». «¿Y hay casa en el fundo a donde nos dirigimos?», consulta el primero. «No –respondí con sequedad—. Tendremos que construir un rancho de tablas, y si en los contornos no hay madera aserrada, haremos una casucha provisional con troncos, ramas y canelones labrados a mano…».

¡Horror! D'Halmar, que tampoco tenía vocación de Thoreau, recula: «He pensado que sería más conveniente que en vez de irnos a Los Lagos, nos dirigiéramos a Arauco. Allí también tienes parientes (…) Esa región, a lo que parece, es menos desamparada, y está más cerca de la capital». Los tolstoianos abandonan el tren en Concepción y vagan por la ciudad. Duermen en pensiones llenas de chinches. Sus fuerzas se debilitan. El plan de fundación comienza a disiparse entre el hambre y el cansancio.

Hasta que Augusto, con toda su solemnidad, propone regresar. «Magallanes Moure tiene un terrenito en San Bernardo», explica. Santiván, por suerte, era un hombre estoico y sólo su paciencia permitió que esa amistad no terminara allí: «Todos los sueños de silvestre libertad se venían por tierra», escribe. «Todos mis proyectos de sacrificio, de lucha fiera contra los elementos de la naturaleza. ¡Bosques indios, temporales apocalípticos!... ¡San Bernardo!... ¡un arrabal de Santiago!».

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Instalados en San Bernardo, Santiván y Ortiz de Zárate toman el timón del barco. D'Halmar, que es puro entusiasmo y teatralidad, se dedica a las relaciones públicas. Recuperan una casa inmunda hasta transformarla en su sede de operaciones, que bautizan como La Kasbah. Sus intentos por vivir como campesinos, sin embargo, fracasan de las formas más irrisorias posibles: «Ya tuvimos que confesar nuestra impotencia cuando procuramos confeccionar el pan en la propia casa. El horno de ladrillos que construyéramos en el patio bajo cobertizos, nos trajo sinsabores y ninguna utilidad. Nunca pudimos amasar un pan aceptable. O resultaba crudo por falta de calor, o se nos "arrebataba" y se convertía en carbón. El mejor de todos endureció a tal punto que no pudimos hincarle el diente», escribe en un momento. De esos fracasos, por supuesto, surgían toda clase de bromas: Magallanes Moure, por ejemplo, les regaló un hacha de mano para partir el pan. «Por mi parte, presentaré una querella criminal por el diente que perdí comiendo el pan de los tolstoianos», cuenta Santiván que dijo Moure.

Eso no evita que el lugar se transforme en un lugar atractivo para otros con las mismas inquietudes. Pintores de la época como José Backhaus y Pablo Burchard viajan hasta San Bernardo y se dedican a recorrer los campos y acequias para enriquecer su trabajo pictórico. Alejandro Escobar y Carvallo, que a la sazón era conocido como anarquista y poeta, también se arrimó a conocer lo que se tejían los tolstoianos.

De los tres fundadores, Santiván y D'Halmar parecen encarnar los polos opuestos. El primero, el hombre práctico, que busca la realización en la comunidad y el desapego. Un militante del trabajo comunitario y su potencial. El segundo, el clásico intelectual afrancesado, más cercano a la definición provocadora que diera Marcelo Mellado hace poco en una entrevista: santiaguino, paseador de perros y doctor en Literatura. A pesar de su amistad e involucramiento familiar –Santiván terminaría casado con una de las hermanas de D'Halmar—, ambos parecen encarnar dos modos radicalmente distintos de enfrentarse al mundo.

Hay una anécdota que probablemente ilustre mejor lo anterior. D'Halmar, junto a otros artistas que acudieron a visitar la colonia, se encontraba realizando su ceremonia de despedida del sol. «¡Qué hermoso crepúsculo!... ¡Oh sol!...», exclamaba. «En ese instante se apoderó de mí un acceso de ira incontenible», escribe Santiván. «Ahora me avergüenzo, pero debo confesar la verdad… Me oculté detrás de unos matojos, al pie del grupo que formaban mis compañeros, y, bajándome los pantalones y adoptando la clásica actitud de los que dan expansión a la más repugnante de las necesidades orgánicas, entre pujos y sonidos explosivos, exclamé en alta voz: —¡Qué bello crepúsculo!... ¡Qué hermoso crepúsculo!».

El fin de la colonia llegaría de a poco: algunos migraron a Santiago a buscar trabajo o a continuar con sus vidas pre-tolstoianas. Santiván y D'Halmar continuarían viviendo en San Bernardo. Santiván comenzaría sus primeros escarceos con la escritura, bajo la estricta tutela de Augusto. D'Halmar escribiría las novelas que lo colocarían como el inaugurador del Premio Nacional de Literatura.

¿Y la Colonia Tolstoiana?

«Tanto se ha escrito y comentado a propósito de esta curiosa aventura de un puñado de muchachos ilusos», anota hacia el final de la obra, «que se ha conseguido darle trascendencia en la historia de nuestra literatura. ¿La tuvo en realidad? Sí, la tuvo; pero con ayuda de la fantasía».

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