Una escritora neoyorquina, un amigo suicida y un perro entrañable

Deudas pendientes

Esta es la historia de una mujer que pierde a uno de sus mejores amigos y debe hacerse cargo de su perro, un gran danés que se convertirá en un personaje inolvidable. Eso es lo que encontrarán los lectores en El amigo, la novela por la que Sigrid Nunez recibió el año pasado el prestigioso National Book Award y que acaba de llegar a librerías.


Hay una mujer —cuyo nombre desconocemos, pero quien será la narradora de esta historia—, hay un amigo que acaba de suicidarse y hay un perro —un perro que le pertenecía—, un gran danés que pesa más de 80 kilos, que sufre de artrosis y que ha quedado huérfano.

Pero por sobre todo hay una voz, y es esa voz la que convierte a El amigo (Anagrama) de Sigrid Nunez en un libro realmente fascinante.

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Lo primero es un epígrafe, una frase de Natalia Ginzburg que dice: "Has de darte cuenta de que no puedes esperar consolarte de tu dolor escribiendo".

Lo segundo es una cita, en la contratapa, en la que se lee: "Al llegar a la última página he sentido tristeza al dejar una compañía tan inteligente, que me ha proporcionado tanto placer e incluso, por momentos, felicidad". La cita es de Vivian Gornick, una de esas escritoras que se descubrieron demasiado tarde por estos lados, pero que en cada libro suyo que se ha traducido ha confirmado lo deslumbrante que resulta su libertad, su escritura.

Lo tercero es un recuerdo. Porque el nombre de Sigrid Nunez (1951) existe en el mapa de los lectores hispanoamericanos a partir de un libro suyo que se tradujo hace unos años, Siempre Susan (Errata Naturae), unas memorias singularísimas en las que Nunez recuerda aquella temporada en que vivió con Susan Sontag, cuando se emparejó con su hijo y ese encuentro —el encuentro en aquella cotidianidad con Sontag— le cambiaría la vida.

Aquel libro se tradujo en 2013, y desde entonces el nombre de Sigrid Nunez desapareció para los lectores hispanoamericanos —a pesar de que ya había publicado un par de novelas, que quién sabe por qué nadie se aventuró en traducir—. Sin embargo, el año pasado, Nunez volvió a aparecer en el mapa: publicó una novela titulada El amigo, se llenó de elogios y se ganó el prestigioso National Book Awards, lo que significaba, entre muchas cosas, que sin duda se traduciría. Y entonces aquí está el libro, publicado por Anagrama, en una muy buena traducción de Mercedes Cebrián.

Aquí está de vuelta Sigrid Nunez, quien en realidad nunca debió irse.

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Se llama Apollo, es un gran danés arlequín, pesa ochenta y un kilos y ha quedado huérfano tras la muerte de su dueño, un profesor de literatura, autor de algunas novelas exitosas y quizás el maestro más importante de quien narra esta historia, una escritora neoyorquina que debe cuidar a Apollo una vez que su amigo se suicida y ninguna de las tres mujeres con las que se casó —en distintos momentos de su vida— quiere hacerse cargo de su perro.

Si hubiese que resumir la trama, es eso y poco más: la escritora neoyorquina se lleva a Apollo a su departamento diminuto y viven ahí juntos el duelo, mientras esperan que el dolor se convierta en algo con lo que puedan convivir. Pero no va a ser fácil: ni superar esa pérdida ni la cotidianidad, pues en el edificio donde vive la narradora no le permiten tener perros, por lo que en cualquier minuto su arrendatario la terminará echando.

Si los lectores le exigieran a un libro como El amigo algo parecido a cierta tensión narrativa, pues esta radicaría en esa espera: en cualquier minuto llega la carta en la que le informan a la narradora que debe abandonar su departamento junto a Apollo o que debe deshacerse de ese gran danés, aquel perro silencioso que sufre de artrosis y que está deprimido por la muerte de su amo.

Pero esta sorprendente novela de Sigrid Nunez no transita por ese camino de tramas y tensiones narrativas tan evidentes. No. Este libro se instala en una zona de absoluta libertad, en el que el centro de todo es la voz de la narradora, una voz cautivante, lúcida, divertida, digresiva sin duda, capaz de llevar a los lectores a donde ella quiere: citas a otros libros, recuerdos íntimos, paseos perrunos, más recuerdos con aquel amigo muerto, historias delirantes con sus esposas y una suma de fragmentos que le permiten sobrellevar aquel duelo asfixiante mientras se inventa una cotidianidad con Apollo.

Una de las cosas más admirables de una novela como El amigo es la libertad que se toma Sigrid Nunez para construir y deconstruir ese dolor que recorre el libro. Hay un forma de entender la novela como un espacio de experimentación. Todo puede entrar ahí, por eso la narradora convoca su vida como profesora de escritura creativa, las clases con sus alumnos, el mundo literario con el que convive —envidioso, banal, triste—, los consejos que le daba su amigo-maestro, sus bloqueos creativos y sus lecturas: Desgracia de Coetzee, Mi perra Tulip de J. R. Ackerley, una que otra cita de Natalia Ginzburg, algunos pasajes de los diarios de Virginia Woolf, un par de libros de Rilke.

Esas voces, esos recuerdos, acompañan a la narradora en este duelo que la impulsa a escribir, a anotar estos pequeños fragmentos y a convertir a ratos la novela en una carta desesperada para ese amigo muerto de quien parece haber estado enamorada. En algunos momentos, le habla directamente y entonces El amigo se convierte en un relato desgarrador, íntimo, como en aquella escena en que descubre que a Apollo le gusta que le lean en voz alta, que sólo eso lo tranquiliza, y ella toma su ejemplar de Cartas a un joven poeta y lo hace, le lee en voz alta, y no sabe si está al borde de la locura o no, pero lo hace para tranquilizarlo.

Un poco más adelante, escribe: "¿Qué somos, Apollo y yo, sino dos soledades que se protegen, se tocan mutuamente y se saludan?".

Sigrid Nunez consigue crear, a partir de la ficción, una intimidad desgarradora. Hay un trabajo muy delicado en la construcción de aquella voz que sostendrá todo. Hay una genealogía, también, de cómo la novela norteamericana se desentiende constantemente de lo que se supone que es una novela, y en esas filiaciones, los proyectos narrativos más interesantes que se pueden rastrear son los de escritoras como Renata Adler, Rachel Cusk y Vivian Gornick, por citar algunos nombres, o pensar en esa novela bellísima que es Noches insomnes de Elizabeth Hardwick y que funciona de la misma manera que El amigo: como un cuaderno de citas, de recuerdos, un diario de vida que se desborda y que funciona como la brújula de una coleccionista brillante pero que no lo está pasando bien.

En un momento, ya más hacia el final de la novela, la narradora confiesa: "Escribes algo porque esperas controlarlo. Escribes acerca de experiencias en parte para comprender lo que significan, en parte para no olvidarlas con el tiempo. En el olvido. Pero siempre está el peligro de que suceda lo contrario. Perder el recuerdo de la experiencia en sí en el recuerdo de escribir sobre ello. Como la gente cuyos recuerdos de lugares a los que han viajado son de hecho sólo recuerdos de las fotografías que tomaron allí. Al final, la escritura y la fotografía probablemente destruyen más del pasado de lo que sin duda lo conservan. Así que podría suceder: al escribir sobre alguien a quien has perdido —o incluso nada más que hablando demasiado sobre ese alguien— puede que lo estés enterrando para bien".

A esa altura de la novela, aquella voz que narra esta historia ya no sólo interpela a su amigo muerto, ya no sólo es una carta de despedida, sino que ha cambiado de destinatario y se ha convertido en una carta para Apollo, para ese gran danés entrañable, silencioso, que apenas puede caminar, pero que sigue ahí, a su lado, acompañándola, como si fuera su mejor amigo.

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