El susurro del fin del mundo

pajaro

Yo soy un pájaro ahora, publicado por Montacerdos, es un conjunto de relatos del guionista y escritor Vladimir Rivera Órdenes (Parral, 1973). Hilados por un escenario común (el sur de Chile), el libro ensaya una descripción distópica del futuro cercano.



Hay una frase de Jameson que hemos leído y oído hasta el hartazgo y parece no perder su potencial descriptivo: "es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo". En cada noticia que anuncia alguna nueva catástrofe ecológica —olas de frío o calor, extinción masiva de especies, derretimiento de los cascos polares—, la sentencia crece de forma monstruosa. A pesar del síndrome de Casandra que dicen padecer los científicos que investigan las consecuencias del calentamiento global, la inminencia de una catástrofe ecológica es un hecho que, más temprano que tarde, termina fisurando la burbuja de ingenuidad en la que parecemos vivir.

En Yo soy un pájaro ahora, Vladimir Rivera ensaya pequeños cuadros de un mundo en ruinas. Los 7 relatos que componen el libro transcurren en el sur de Chile, que es, a su manera, otra forma del fin del mundo: una zona en donde la geografía y el clima son hostiles, obligando a sus habitantes al repliegue en pequeños poblados. A diferencia de los relatos de destrucción masiva a los que no ha acostumbrado el cine yanqui —estoy pensando en películas como El día después de mañana—, Vladimir escoge el fin del mundo como un susurro. Más parecido a un poema de Jorge Teillier o a esa bellísima canción de Current 93 que usa de epígrafe. El fin del mundo en el fin de mundo.

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Vladimir Rivera.[/caption]

En el relato La miseria es una mariposa, por ejemplo, nos enfrentamos a un narrador afectado por una nueva clase de disfunción sexual: "Sajonia lo miró seria, molesta. Le dijo que ya había empezado con sus cosas extrañas, que primera fue la eyaculación precoz, que después no se le 'erectaba' y, ahora, sin leche". En el relato que abre el libro y le da nombre, un padre padece el largo duelo del suicidio de su hijo de siete años, mientras conjura los días trabajando en una planta de pollos: "La fábrica que no para, no se detiene, veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Ocho millones de pollos directos a su mesa. El mejor servicio, la mejor empresa. Marinados. Sin aditivos. Naturales. El pollo es sano, es nutritivo. El alimento del pueblo. He visto gente que viola un ternero, pero a un pollo, no, señor, nunca he visto eso".

Mientras esos pequeños apocalipsis domésticos asolan a los personajes del libro, Rivera describe sutilmente una catástrofe mayor, el Holomodor chileno o el "Síndrome de Tierra del Fuego", "una mutación de un virus recesivo con síntomas parecidos al VIH, pero más agresivos", que en su etapa avanzada "el cuerpo arde, se enciende como una llama olímpica". Ese recurso, diríamos, le permite a Rivera mantener una atmósfera opresiva que recuerda al Carver más oscuro, especialmente en "Perros en la orilla del camino". "Voy a cerrar la cortina para irnos a dormir y ahí está, en el patio, mirando fijo hacia la casa. Un perro enorme, largo, oscuro. Sus ojos brillan. Siento temor, pero me contengo. Pienso que puede ser una alucinación", nos dice el narrador, dando paso a un relato en la mejor línea del suspense y el terror doméstico.

Quienes hayan visto alguna vez Gen Mishima, probablemente la serie más extraña y genial que se haya hecho jamás en la televisión chilena —y de la que Rivera fue guionista—, encontrarán en estos relatos un despliegue similar de imaginación y recursos narrativos. Ese flirteo con la ciencia ficción que, en este caso, esboza un paisaje más familiar de lo que quisiéramos. Una suerte de huevo de serpiente. Un susurro del fin del mundo.

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