El filósofo que se nutre de su jardín

Byung-Chul Han.

Además de ser un tratado estimulante, profundo y hermoso, Loa a la tierra opera como documento de revelaciones íntimas.



"Un día sentí una profunda añoranza, e incluso una aguda necesidad de estar cerca de la tierra". Así comienza el libro donde el filósofo de moda, Byung-Chul Han, narra su experiencia de acercamiento a la jardinería. Después de ese día iluminador, transcurrido hace poco tiempo, Han trabajó a diario por tres años en el jardín de su casa en Berlín, aunque el verbo "trabajar" no le parece adecuado si de jardines se trata. "Trabajo significa originalmente tormento y fatiga. Por el contrario, la jardinería nos llena de dicha. En el jardín descanso de las fatigas de la vida".

Además de ser un tratado estimulante, profundo y hermoso, Loa a la tierra opera como documento de revelaciones íntimas: el autor nos dice que ama las flores de sombra, pese a que Byung-Chul significa "luz clara"; que su verdadero nombre, el de bautismo católico, es Alberto; que detesta ese "desierto de cemento" que es Seúl, su ciudad natal; que el jardín lo aleja de su ego y que, pese a que no ha tenido hijos, a través de él va "aprendiendo lentamente qué significa brindar asistencia, preocuparse por otros"; que la jardinería le dio un gozo que antes desconocía y que al practicarla se dio cuenta de que jamás había sido "tan activo corporalmente"; que pasar tiempo en el jardín florido le devolvió "una devoción piadosa", tanto como para creer en Dios.

Las meditaciones en torno a los "temas de jardín" que van surgiendo en el relato suelen ser memorables. Concentrado por ejemplo en la mano del jardinero, el filósofo se pregunta ¿qué es lo que ésta toca realmente? La respuesta es evocadora, sutil y en muchos sentidos trascendente: "Es una mano amorosa, que espera, paciente. Toca lo que todavía no existe. Custodia la lejanía. En eso consiste su dicha". No por azar, parte importante del apoyo ideológico a esta obra proviene de poetas como Thoreau, Hölderlin, Schiller y D'Annunzio, o de compositores como Schumann o Schubert. Han incluso se vale de una cita de Heidegger para exponer su credo floral. El jardín, sostiene, le entrega "ser y tiempo".

La mayor preocupación de Byung-Chul Han son las flores y, en cuanto a individuo, prefiere mucho más el frío que el calor. Esta condición dual lo llevó a mantener viva "la ambición de reunir en mi jardín todas las plantas de floración invernal". El desafío que así se propuso fue enorme: crear un jardín que bajo las rudas condiciones climáticas de Berlín floreciera aun en invierno, cosa que finalmente logró. Fueron los acónitos de invierno, las campanillas de las nieves, los brezos y el hamamelis o avellana de bruja los que "se encargaron de que en mi jardín de invierno no transcurriera ni un día sin que floreciera algo. Incluso en el más profundo invierno floreció mi jardín".

Como cualquier jardinero capaz, Han repara en las evocaciones que producen los nombres de las flores. Hay denominaciones "maravillosas", "lúdicas" y "misteriosas", pero, claro, aprendérselas todas es "casi imposible", pues se supone que existen una 250 mil especies de flores en el mundo. Sin embargo, el filósofo jardinero ha intentado retener en la memoria cuantos nombres pueda. El acto ha "enriquecido mucho mi mundo". Tener flores cuyos nombres se desconoce, asegura, es una traición. "Sin nombres no es posible interpelarlas. El jardín es también un lugar de la interpelación".

Flores que dan cuenta del color esencial del romanticismo (el azul), flores que sirven para extinguir "los pecaminosos placeres carnales", flores saxífragas ("saxífraga significa literalmente rompepiedras"), flores temperamentales, como el calicanto japonés, que se ha reservado por tres años la floración en el jardín de Han. "Esperar es el modo temporal del jardinero. Por eso mi loa a la tierra va dirigida a la tierra venidera".

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