Agota Kristof, ni una palabra más

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La escritura de la autora húngara es única: precisa hasta lo radical. Al leerla da la sensación que deja caer las palabras, lejos de cualquier realismo y fantasía suave. Convierte lo minúsculo en tragedia.


Solo me gustan determinadas obras de algunos autores, no necesariamente las más importantes. Incluso prefiero ciertas páginas, algunos poemas, fragmentos. No sé si será una maña que aumenta con el paso del tiempo. Quizá ya no tengo la atención suficiente y el entusiasmo para afirmar que me gustan todos los libros de un escritor. Limito mis predilecciones, sin engaño, a lo que exclusivamente me da placer, lo que me turba y atrae. El resto exige trasladarse a la esfera de las explicaciones.

Los autores de pocos libros son la excepción. A Juan Rulfo no se le puede sacar una página. Lo mismo pasa con Agota Kristof. Sus textos son breves y escasos. A su trilogía Claus y Lucas (2007, El Aleph) no le sobra nada. Está escrita con sarcasmo y crudeza, a través de diálogos y pequeñas descripciones. Para la mayor parte de los críticos este es la obra mayor de Kristof, autora de origen húngaro, pero que adoptó el francés como lengua escrita. Escapó con su marido de los tiranos soviéticos el año 1956. Pasó su exilio en Suiza, donde trabajó durante años como obrera en una fábrica de relojes.

Treinta y un años después, en 1987, publica El gran cuaderno (1986, Seix Barral), su primera novela, a la que seguirían La prueba (1988, Seix Barral) y La tercera mentira (1991, Edicions de la Magrana). Breves y feroces, cuentan la vida de unos gemelos abandonados, que pasan por una serie de peripecias aprendiendo a sobrevivir los horrores de la Segunda Guerra y sus secuelas.

Las fotos de Agota Kristof exponen el rostro de una mujer desolada y silenciosa. Sin vanidad y con orgullo, gozaba prescindiendo de todo aquello que añoran los demás. Ajena a toda retórica, vivía recluida. "No me interesa la literatura", era el titular que precedía una serie de respuestas que la mostraban fóbica a las relaciones convenidas. Su carácter estaba en sintonía con su estilo parco y seco, sin misericordia hacia sí misma y con evidente desprecio por lo establecido.

Sus memorias tienen 57 páginas, se titulan La analfabeta (2006, Obelisco). Es de lo más decisivo que he leído en este género. Y los relatos que componen el libro No importa (2008, El Aleph) no alcanzan a tener más de tres páginas. En sus cuentos hay algo de monólogo y en sus novelas el diálogo y lo teatral abundan. Ayer es un libro extraño, que pasa por lo autobiográfico y recrea el sufrimiento que otorga el trabajo despiadado.

La escritura de Agota Kristof es única: precisa hasta lo radical. Al leerla da la sensación que deja caer las palabras, lejos de cualquier realismo y fantasía suave. Convierte lo minúsculo en tragedia. La angustia, la pena urgente, la felicidad leve surgen en frases de no más de diez palabras. Lo brutal y lo siniestro están insertados en sus personajes con una aparente naturalidad. Son sujetos inescrutables, víctimas que no se quejan. Pobres, sin nombres, hablan por urgencia.

Busco citas para mostrar la prosa de Agota Kristof. Escapa del ingenio. La simpleza en su caso es contundente. No hay sentencias ni juicios. En el relato "La muerte de un obrero" encuentro una frase larga comparada con su estilo habitual, que contiene las cualidades de su carácter literario: "Por la noche llorabas en silencio, sin sollozos, sin convulsiones, solo lágrimas que rodaban suavemente y sin ruido alguno por la almohada, en la sala común donde la luz verde de las lamparitas marcaba surcos sobre las mejillas y bajo los ojos de los enfermos que tenías al lado"

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