Homoerótica fuguetiana

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Más pastichero que otra cosa, sin embargo, es lo que la cinta tiene de tributo cultural -por King, por De Palma, por el horror clase Z-, ítem que termina siendo su tema, incluso la materia de la que están hechos sus propios personajes.


Cola de mono es el quinto largo argumental escrito y dirigido por Alberto Fuguet. Como pasó con su ópera prima (Se arrienda, 2005), el narrador y periodista hace arrancar la intriga en la década de los 80 con radiocasetes, pósters de videoclubes, café Dolca y soundtrack de UPA!, partiendo por "Creo que voy a morir", gema pop que nunca se escuchará lo suficiente.

Son más de las 7 de la tarde del 24 de diciembre de 1986, y todo es calma en casa de dos hermanos jóvenes, Vicente y Borja, encarnado por los también hermanos Santiago y Cristóbal Rodríguez Costabal. Viven con su madre (Carmina Riego), cuyo marido murió hace no mucho. Entre la viudez de esta última y la orfandad parcial de los primeros, la Nochebuena de la familia destila una mezcla de tristeza e insatisfacción que deja su impronta en la película.

Terminada la cena y abiertos los regalos (para Vicente, acaso los mismos libros de Stephen King con que Fuguet aprendió castellano tras su regreso desde EEUU), Borja dice que va a juntarse con una presunta amiga. Pero se va a un parque, donde intima con un desconocido. Vicente, por su parte, se asoma en casa a una sexualidad propia que no se ha animado a descubrir.

En lo que viene, en su segundo tramo, la película mostrará algunas cartas impensadas: en lo que toca al destino de sus personajes, para comenzar, pero también respecto de su propia narrativa y de cómo nosotros, los espectadores, tendremos que considerar nuestra relación con ella.

Cola de mono se juega menos sus cartas en las coordenadas sociales o geográficas, que en los territorios de un pop ochentero puesto al servicio del "desatoramiento" del deseo: así, los guiños visuales y el dejo literario -si no folletinesco- de los parlamentos, sirven a una especie de catarsis retrospectiva.

El efecto inmersivo de la película opera con climas, ritmos y tonos bien calibrados, aparte de las ocurrencias visuales (como ese beso de Vicente en el espejo de un armario, que va derecho a alguna iconografía del LGBT nacional, y que recuerda a los labios de Freud, que según Enrique Lihn se besan a sí mismos). Más pastichero que otra cosa, sin embargo, es lo que la cinta tiene de tributo cultural -por King, por De Palma, por el horror clase Z-, ítem que termina siendo su tema, incluso la materia de la que están hechos sus propios personajes.

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