El impasible Sam Shepard

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No era elusivo, sino que directo y seco. Su fascinación por la exactitud hace que sus textos sean visuales, limpios. Adolece de juicios acerca de lo que presenta. El sinsentido invade lo que narra, les concede un aura de desconcierto.


Hace poco vi Lucky, una película sobre un viejo duro. Está protagonizada por el actor Harry Dean Stanton, una figura de segunda fila y de culto, un maestro por sus papeles de hombre

imperturbable. Es una historia que lo identifica. Un tipo de 90 años, cercano a la muerte, se

entrega a sus rutinas para anestesiar las pérdidas y desbarajustes con la realidad. Vive en silencio, sin quejas. El personaje es casi mudo, no produce lástima. Más bien se nota su desprecio por las palabras, la desconfianza que le producen. Esa peculiaridad me hizo recordar Paris, Texas, quizá la mejor cinta de Wim Wenders, en la que el mismo Harry Dean Stanton interpreta a un sujeto trastornado por una mujer.

Tampoco sabe hablar con fluidez, se tropieza con las frases, modula con rabia.

El vínculo entre estas películas no solo se remite al actor y a su manejo de la reticencia.

Ambas abordan un carácter humano común: los impasibles, los inmutables, los quebrados por dentro pero callados por fuera. Los que no saben cómo decir lo que sienten y se tragan la desolación.

Estoicos desprovistos de ilusiones.

Creen que el extrañamiento y la soledad están fuera del habla, innombrables en su esencia. No se equivocan. Intentar atraparlos sería tarea de la literatura, y no de cualquiera, sino de una lacónica, directa, simple y cruda que refleje los paisajes interiores y las habitaciones anónimas y sucias, en las que convive la inquietud con una avidez por la fuga sin destino.

Es el mundo que describió Sam Shepard, guionista de Paris, Texas. Sus libros de relatos, obras de teatro y Yo por dentro, su novela final, tratan de la desolación.

Son libros autobiográficos. Crónicas de motel, su volumen esencial, es fragmentario, está centrado en las hilachas existenciales de hombres y mujeres que tienen emociones contenidas, sufren hundidos en su ignorancia. Shepard fue uno de esos desarraigados, así queda claro en las cartas que le envió a su amigo fotógrafo, Johnny Dark. En estas misivas se confiesa.

Se refiere a su incomodidad para amoldarse a las circunstancias, cuenta cuánto le cuesta escribir. Habla de las mujeres que amó: Patti Smith y Jessica Lange.

Detalla que cada pelea o discusión con ellas aumentaba su sensación de ineptitud.

Su talento y suerte no eran capaces de levantar su ego. La obra de teatro Locos de amor retrata la inevitable deriva de los amantes desesperados, una de sus obsesiones.

La versión cinematográfica la dirigió Robert Altman y actúan el mismo Shepard, una impresionante Kim Basinger y, por supuesto, Harry Dean Stanton, que hace un papel sórdido. Es una historia cruel de un vaquero vagabundo que está fatalmente enganchado de dos mujeres. Pone en escena a gente desplazada, que sobrellevan las relaciones con asperezas y son arrasados por el deseo hasta la destrucción.

Shepard sabía de esos estados, según consignan los testimonios y sus escritos, de inédita

franqueza. No era elusivo, sino que directo y seco. Su fascinación por la exactitud hace que sus

textos sean visuales, limpios. Adolece de juicios acerca de lo que presenta. El sinsentido invade lo que narra, les concede un aura de desconcierto.

Atrapa por sus parajes devastados y sus escenas donde la soledad está implícita en la atmósfera y los diálogos.

Shepard pertenece a la cultura del rock.

Es autor de The Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera, un volumen de viñetas sobre una mítica gira a la que fue invitado.

Se sentía a gusto entre músicos drogados, poetas ensimismados y actrices cansadas.  Desconoció los preceptos que indican lo que debe hacer un escritor, y eludió las órdenes típicas del cine. Estaba decidido a que las cosas fueran a su manera.

Prefirió los caballos, tocar batería, los lugares de paso, las ruinas, la amistad y el sexo. Fue un

nómade auténtico. No creía en redenciones, salvo las que proporciona el afecto. Uno de sus poemas recoge este temple y tono. Termina así: "Si todavía rondaras por aquí / Te desgarraría

hasta meterme en tu miedo / Te lo arrancaría / Para que colgara como un pellejo / Como jirones de miedo / Te daría la vuelta / Te pondría de cara al viento / Doblaría tu espalda sobre mi rodilla / Masticaría tu nuca / Hasta que abrieras tu boca a esta vida".

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