Literatura instantánea

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Wolfe me enseñó a mirar y buscar y tomar cada crónica como algo personal.


Durante unos años, esos años 80, la editorial Anagrama me salvó la vida. No había nada parecido en español. Nadie le llegaba cerca en cuanto a ojo, sintonía y eso que se podría tildar de factor cool. Porque en esos años -la parte más profunda de los 80, la era del Pinochet más profundo- al mundo se accedía vía los libros y el cine y los discos y la radio y supongo que las series de la tele. Anagrama era, sobre todo, Charles Bukowski (queremos tanto a Hank, todos queríamos ser y escribir y tomar como Hank) pero, para los que estudiábamos periodismo, sobre todo en ese reducto marxista que era Periodismo en la Chile, el texto clave era El nuevo periodismo (o quizás lo era para mí). El libro (la biblia, el texto madre, el volumen subrayado y manchado con la mostaza de las sopaipillas) había sido editado y compilado por Tom Wolfe y en él aparecían algunos de sus textos y de otros colegas suyos también y me costaba creer que esas crónicas (¿o eran cuentos?) habían aparecido en diarios y revistas míticas como New York y Rolling Stone y Esquire y, por sobre todo, me costaba creer que algún editor no haya rechazado esos textos insólitos, creativos, libres antes de enviarlos a imprenta. ¿Y las pirámides invertidas? ¿Acaso la labor de un reportero no era justamente reportear y no opinar ni menos lucirse? En la Chile estaba claro: la literatura era para poetas, tipos medio gays, perdedores; en Periodismo se iba a estudiar para derrocar sistemas y gobiernos e instaurar un mundo nuevo y ojalá, Dios mediante aunque todos eran ateos, una dictadura nueva donde el humor y la prosa y la estética y The Smiths y las cintas de adolescentes estarían erradicadas y reemplazadas por cassettes gratuitos de Silvio y Pablo y Mercedes.

Tom Wolfe, que murió ayer de seguro vestido elegantemente de blanco, fue un aliado, un faro y un tipo que, en esa época, era el mejor de todos los periodistas. Accedí a Lo que hay que tener, su saga de astronautas que parecía novela pero no era inventada y, yendo al Norteamericano, encontré otros de sus libros porque rápidamente me di cuenta que perdía siendo traducido al español castizo. Aun así, escribía como poeta y como roquero y como drogadicto y una de sus metas era captar el habla, no solo las palabras de sus personajes que reporteaba y seguía. Wolfe creía en el pop y sentía que todo podía ser una crónica y, tal como Warhol, le dio importancia a aquellos que nadie miraba o veían tanto que no se daban cuenta que ahí había una historia. ¿Era posible escribir así acá? ¿El español podía ser tan juguetón? A Wolfe se le pasaba la mano: era exageradamente amanerado y lleno de tics al escribir. No quería informar, deseaba colorear. Todo era tono, atmósfera, frases inolvidables. Sus crónicas eran más que eso: eran personales y a la vez eran ajenas. Como un camaleón, tomaba la voz y el color de los sujetos en que se fijaba. Nada de pirámides invertidas sino todas las palabras que hacían falta para fusionar la literatura con el periodismo y cruzarlo con el rock y la pintura y el cine. Cuando por fin me tocó cursar el ramo El nuevo periodismo, mi decepción fue mayúscula. El profesor no conocía a Tom Wolfe y nunca me dejaron escribir como yo quería o creía que podía.

Tom Wolfe me enseñó a mirar y buscar tendencias y tratar de tomar cada crónica como algo personal aunque fuera en extremo ajena. Fue un coach, una inspiración. Wolfe creía que era mejor empatizar y reírse que enojarse y acorralar. En una era en que el periodismo quería denunciar, Wolfe proponía fisgonear y resumir: La Década del Yo, La Izquierda Exquisita, La palabra pintada. Al alcanzar la gloria, Wolfe quiso llevar su reporteo a la novela. Y atacó a los principales novelistas y cuentistas norteamericanos por obsesionarse con el yo y sus dramas domésticos y por escribir libros quizás artísticos pero poco relevantes. Wolfe, en su última etapa, abrazó de manera megalómana la novela y la ficción y citó a Balzac y Dickens. Triunfó con su primera novela que, la verdad de las cosas, era más reporteo perfecto que corazón: La hoguera de las vanidades. A Wolfe le irritaba que los escritores no fueran periodistas o intentaran reportear. Quizás él mismo se enredó: yo tomé su arenga como un llamado a no encerrarse o ensimismarse y estar atento al estado de las cosas y a la sociedad y sus cambios. Eso era Wolfe como cronista: registrar la historia antes que todos y, por cierto, antes que fuera historia. Sus gruesas novelas acerca de Atlanta y Miami y una secundaria estaban llenas de datos pero les faltaba corazón. Wolfe decía que él se dedicaba a mirar. Eso era: un gran fisgón, el heredero pop de Walter Benjamin, pero no fue un gran novelista. Narrar y narrar no basta. Pero qué importa: Wolfe inventó, junto a Hunter S. Thompson y otros, una suerte de literatura instantánea. Un amigo veterano americano me dice que nada se comparaba con leer los reportajes frescos, olorosos a tinta, de Wolfe. Que incluso leerlo en un libro recopilado no era lo mismo. Wolfe quiso hacer literatura pero triunfó haciendo un periodismo que le robó lo mejor a las novelas sin por eso olvidar y celebrar y erotizarse con los temas que estaba reporteando

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