Estampas de niña: niña solitaria observa

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Pese a que ocasionalmente divaga como una adulta, la narradora de Estampas de niña, el debut literario de Camila Couve, nunca le quita aliento a una voz infantil inquietante e iluminadora.


La primera novela de Camila Couve consiste en una serie de episodios de infancia en general tristes o desalentadores, narrados por la niña solitaria que en algún momento fue la mujer que escribe. Se trata de 67 piezas breves, intencionalmente restringidas a un acontecimiento específico, sobre las cuales opera un manto de veracidad que al lector le corresponderá calibrar por su cuenta, aunque en la contratapa del libro se habla de "intimidad familiar" y de honestidad brutal. La autora es hija de la ilustradora Marta Carrasco y del pintor y escritor Adolfo Couve, quien se suicidó hace 20 años en su casona de Cartagena. Camila, según nos informa la sucinta biografía de la solapa, nació en 1963 y "ha escrito toda su vida", pero hasta ahora no había publicado.

Pese a que ocasionalmente divaga como una adulta, la narradora nunca le quita aliento a la voz infantil que se sostiene sobre dos pilares sólidos: un dejo de candidez calculada y cierta capacidad de observación incisiva, que, aun así, sugiere más que explica, evoca más que desvela, rasguña más que agrieta, involucrando de este modo al lector en un juego de interpretaciones que a la larga resulta inquietante y cautivador. Un ejemplo de ello es el arribo al hogar de "un hombre suave, sereno, muy alto y delgado", quien se queda a vivir junto a ella y sus padres por un espacio de tiempo indeterminado que en el relato comprende una página y media.

Un día, mientras la niña deambula por el pasillo, el hombre la levanta de los brazos, la apoya contra la pared y dice "lentamente, con la voz ahogada en una semisonrisa dibujada entre la culpa y los sueños, que él siempre me quiere bien, que él quiere que yo sepa que cualquier cosa que suceda, él siempre me quiere bien, vuelve a decir. Entonces me suelta, suavemente otra vez. No hay violencia encubierta, por el contrario, su mirada es sincera, aunque su vida sea un caos que se enreda entre mis padres". El tipo no vuelve a aparecer, pero su irrupción fugaz en una de las estampas del libro perdura en la memoria del que lee.

El hogar familiar no es un lugar en donde reinen el amor y la armonía. "Los dormitorios de mis padres son dos. Nunca están juntos en nada. Viven y conviven como si dos casas distintas y opuestas hubiesen sido construidas por el mismo arquitecto". La madre, que se desplaza sobre muletas a causa de una probable poliomielitis, es quien le entrega ternura y atención a la protagonista, mientras que el padre, figura distante y dolorosa identificada en un momento por sus iniciales, AC, es propenso a la introspección excluyente y a la ira: "Bajo una lluvia de trozos de platos sueltos, mi padre alega y ruge no sé qué. Está descargando las municiones para su propia guerra que no acaba nunca". No obstante, Estampas de niña contiene episodios de complicidad y dulzura entre padre e hija que alcanzan, en más de un sentido, el rango de memorables.

El Golpe de Estado, la subsiguiente quema de libros comprometedores, el quiebre matrimonial y el escape de la madre y la hija de la casa familiar son otros hitos relevantes en el recuento fragmentado de la muchacha. Y aquí, en la fragmentación, hay una clave que hace de Estampas de niña un documento entrañable, íntimo, escrito con mesura e inteligencia: la memoria opera, por lo general, a través de chispazos que alumbran esa oscuridad que siempre es el pasado, chispazos que Camila Couve ha convertido en pequeñas antorchas a la vera del camino de la infancia: "Lo que tiene la niñez es sorprendente, se puede crecer entre el terror inconsciente y las risas de luz, sin sospechar que algo espantoso está ocurriendo".

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