Foo Fighters: Concrete and gold

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Foo Fighters siempre ha recibido más atención de la merecida por la calidad intrínseca de su obra.


El contexto de su génesis lo explica en parte: el líder Dave Grohl integró Nirvana, la última banda de rock gravitante en la cultura de masas. Lo ha tenido todo y más contando premios Grammy, estadios llenos, ventas millonarias y documentales. El proyecto requiere una pandilla que siga órdenes. Grohl concibió un plantel sin individualidades excepto él y en mucha menor medida el baterista Taylor Hawkins, especie de Mini-Me del líder. Sinceremos. El resto de los Foo Fighters da igual. Por lo mismo no caben virtuosos. El único es Grohl en batería y acá en ese puesto donde descolla, no juega. Lo esencial es el conjunto alineado y cuan inspirado esté el jefe al momento de componer.

Concrete and gold, octavo título en 22 años, encierra uno de esos periodos en que el tipo más agradable del rock conjuga grandes coros y buenas guitarras en un puñado de canciones que se pasan rápido, señal inequívoca de un concepto que fluye.

Esa sensación se basa en medidas simples pero efectivas: el realce de las armonías vocales, la ansiedad por un coro atractivo, el pulso rítmico bien asentado y la sencillez de las estructuras que sostienen las canciones, práctica que el mandamás heredó de Kurt Cobain.

Campeón para la promoción, Grohl arma intersecciones para explicar el disco. El Sgt. Pepper's con Motörhead, Pet Sounds según Slayer, que la canción Concrete and gold encaja a Pink Floyd con Black Sabbath. Todo eso es cierto y faltaría agregar reverencias con clase a Queen (T-shirt), Led Zeppelin (La Dee da) y riffs tonificados a la usanza de Queens of the stone age.

Siguiendo la moda de la temporada, Foo Fighters se puso en manos de un productor especializado en pop como Greg Kurstin, uno de los últimos Midas del género con trabajos junto a Adele y Sia entre los nombres más rutilantes, pero también militante del indie como miembro del dúo The Bird and the bee junto a Inara George. De hecho, entre todos los invitados de este álbum incluyendo Paul McCartney y Justin Timberlake, la contribución de la vocalista es la más interesante en Dirty water, una canción disociada en apariencia con un arranque soft rock que muta hacia un fraseo de guitarra durísimo y robótico, perfectamente engalanado por sintetizadores.

Escaso relleno y varios singles potenciales de rock clásico con terminaciones modernas. Foo Fighters había perdido elocuencia y frescura deambulando en la autoindulgencia. En Concrete and gold Dave Grohl retomó el hábito de la canción de estadios que vale la pena corear.

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