El momento de la verdad: el costo

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El problema es que El momento de la verdad no es un show divertido ni ligero por más que Lagos trate de imprimirle aquel tono. Por el contrario; su sentido descansa explícitamente en la demolición total de la vida privada de quien se entrega al juego.


Las preguntas sobre los límites de la intimidad en la tele chilena hace tiempo que dejaron de servir para algo. Esto no solo tiene que ver con cómo la farándula se transformó en la nueva crónica en los últimos 15 años; o con cómo los reality shows reemplazaron por un rato a los culebrones, haciendo un arte de exhibir las vísceras vacías de, a estas alturas, varios centenares de personajes con ansia de celebridad. Tampoco con el hecho de que diese lo mismo que en los noticiarios y matinales utilizaran los detalles privados (y tristes y terribles) de diversos casos policiales sin más interés que explotar el rating, tal y como lo hizo Bienvenidos con Nabila Rifo. A nadie eso parece importarle, el respeto a la intimidad (y el resguardo de la dignidad personal que eso implica) es un concepto vacío para la televisión, algo que puede ser vendido y manoseado al antojo sin que se asuman responsabilidades, se deslinden culpas o simplemente alguien salga de escena: que Pablo Manríquez (director de Bienvenidos) haya pasado automáticamente a dirigir Muy buenos días de TVN, lo ejemplifica a cabalidad, de una manera tan impúdica como dolorosa.

El momento de la verdad de Canal 13 (jueves, 22.30 horas) lleva aquello hasta las últimas consecuencias: los participantes se someten voluntariamente a un polígrafo y luego, en el set, responden preguntas complejas sobre sus vidas, cada una más terrible que lo anterior. Sergio Lagos anima y lo que el espectador puede ver es una colección de momentos donde quien está en el sillón va relatando cosas inconfesables sobre sí mismo, aumentando con eso el pozo de dinero que puede llevarse a casa. En el set lo acompañan parejas, novios o familiares. Parte del sentido del show es ver cómo ellos se decepcionan, se enteran de verdades ocultas y descubren que la persona que tenían al frente no era a quien creían conocer. Aquello funciona con los famosos que han ido (Raquel Argandoña, Juan Falcón, Sebastián Jiménez) pero sobre todo con los desconocidos. Hace dos semanas una mujer dijo estar a punto de terminar con su pareja, a la que soportaba apenas por conveniencia; y el jueves pasado un señor se definió como racista, además de declarar que estaba contra la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo. Que el concursante fuese homosexual y estuviese su novio en el set solo aumentó el morbo. Lagos, por supuesto, calzaba perfecto para los requerimientos del formato: podía ser tan ligero como letal, distraía la atención, era capaz de formular las preguntas más atroces sin inmutarse.

El problema es que El momento de la verdad no es un show divertido ni ligero por más que Lagos trate de imprimirle aquel tono. Por el contrario; su sentido descansa explícitamente en la demolición total de la vida privada de quien se entrega al juego. Por supuesto, se trata de adultos que dan su consentimiento; nada más alejado de concebir a los participantes como víctimas. Lo perturbador es en realidad otra cosa y sucede desde el lado del espectador, en el juego de poder contemplar (y a veces anhelar) que por la pantalla veamos confesiones sin un retorno posible; o con entender la intimidad y la vida de los otros como una especie de abismo sin fondo, fabricado de las contradicciones que todos los seres humanos son capaces guardarse para sí mismos.

Así, el show de C13 explica mejor el sentido que tiene la televisión abierta ahora mismo, en el que la Pontificia Universidad Católica quiere desligarse de su parte en la propiedad del canal y en el que en TVN empiezan a sonar las alarmas políticas sobre un posible quiebre de la estación el 2018. Eso porque El momento de la verdad representa todo lo que es y desea ser la industria estos días: una producción impecable, un formato probado, un animador eficaz y unos invitados que asisten al set dispuestos a romperse ellos mismos (y a quienes quieren) gracias a una promesa hecha de dinero, de fama o simplemente de la ilusión de estar en la tele por unos cuantos minutos, sin importar el costo.

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