Susan Sontag en Hanoi

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En abril de 1968, Susan Sontag viaja a Vietnam del Norte. Mientras el ejército estadounidense bombardea los campos de arroz, la escritora es invitada a conocer la vida de los vietnamitas, sus costumbres y cultura. La crónica fue publicada en su libro Estilos radicales.


Es muy probable que para cualquier chico nacido en los 90 en este lado del mundo, la Guerra de Vietnam —que bien podríamos llamar La resistencia de Vietnam del Norte a la Invasión Norteamericana— haya llegado en forma de películas, caricaturas, clichés. Estoy pensando en Forrest Gump (Zemeckis, 1994), Full Metal Jacket (Kubrick, 1997) o Apocalypse Now (Coppola, 1979). En las tres, Vietnam aparece como ese lugar absolutamente otro: hostil, acaso más peligroso que los norteamericanos mismos. El fuego del imperio contra los campesinos de Ho Chi Minh. Ya saben: cañones cayendo sobre el surco del arrozal.

Nada que invitase a una reflexión más o menos profunda sobre la tragedia de un país pequeño tironeado entre dos potencias. Un cocktail de imágenes perversas sobre una guerra que siempre ocurre en otra parte.

"En mi caso particular, varios años de lecturas y de contemplación de noticiarios me habían pertrechado con un voluminoso archivo de imágenes heterogéneas de Vietnam", anota Susan Sontag en Viaje a Hanoi, suerte de diario de viaje escrito a partir de su estadía en la zona norte del país durante el 68, "cadáveres abrasados por el napalm, ciudadanos vivos pedaleando en bicicleta, las aldeas de chozas rematadas por techos de paja, las ciudades arrasadas como Nam Dinh y Phu Ly, los refugios antiaéreos cilíndricos y unipersonales esparcidos a lo largo de las aceras de Hanoi, los gruesos sombreros de paja amarilla que usaban los escolares para protegerse de las bombas de fragmentación".

Sontag fue invitada a Hanoi en abril de ese año, en calidad de intelectual opositora a las acciones militares de su país en el lugar. A pesar, como ella misma apunta en el texto, de no ser una experta en temas asiáticos ni menos una figura clave del activismo antibélico yankee, acepta la iniciativa como una forma de confrontar el Vietnam real con su Vietnam interior. Ese Vietnam imaginario que Sontag había creado, parafraseándola, dentro de su cabeza, bajo su piel, en la boca del estómago.

No es la primera crónica que un ciudadano occidental —y occidentalizado, cabe decir— realiza en los países de la órbita socialista. César Vallejo y García Márquez, por nombrar a dos viejos conocidos, viajaron también al corazón mismo del enemigo número uno de los Estados Unidos de América. Para Vallejo, que viajó a principios de la década del 30, la Unión Soviética aparece como un espacio que encarna el futuro de un mundo que avanza a pasos alargados hacia el socialismo: "Contemplando el panorama de Moscú, desde una de las torres del Kremlin, pienso en la ciudad del porvenir. ¿Cuál será el tipo de urbe futura? La ciudad futura, la urbe futura, será socialista". Esto, por cierto, lo escribe García Márquez, militante en un sentido mucho más laxo que Vallejo, se adentra en Europa del Este como un hijo culposo del capitalismo. Para los habitantes de la ex Unión Soviética es, cuenta, un marciano: "La gente tenía deseos de ver, de tocar un extranjero para saber que estaba hecho de carne y hueso. Nosotros encontramos muchos soviéticos que no habían visto un extranjero en su vida". El viaje de GGM sucede, por cierto, pocos años después de la muerte de Stalin.

"La primera experiencia de mi estancia allí se asemejó absurdamente a lo que sucede cuando uno se encuentra con su estrella favorita de cine, que ha desempeñado durante muchos años un papel en la propia fantasía, y descubre que la persona de carne y hueso es mucho más menuda, menos vivaz, menos cargada de erotismo, y sobre todo distinta", escribe Sontag en sus apuntes de Hanoi. Ella, a diferencia de Vallejo y García Márquez, es una mujer blanca y, sobre todo, una mujer norteamericana, aunque ser norteamericana es suficiente para ponerla en un lugar incómodo y difícil.

El encuentro con la Vietnam real le supone una serie de dislocaciones en su propia concepción del conflicto y de Vietnam mismo. La cordialidad que el pueblo vietnamita muestra con sus invitados norteamericanos, el profundo conocimiento que demuestran sobre la realidad de su país y la austeridad de una población que, en el fragor de la guerra, tuvo que replegarse a la vida rural, parecen agujerear el imaginario con que Sontag aterriza en este pequeño país oriental.

Poniéndolo en el plano de ciertos debates actuales, podría decirse que Sontag comienza, paso a paso, a trazar un mapa de sus privilegios, en contraposición a la forma radicalmente distinta que tienen los vietnamitas de moverse en su precaria estructura social, entiendo la precariedad como un subproducto del asedio norteamericano antes que como una carencia. A ratos, goza con la autoconciencia que cierto sector de la sociedad vietnamita tiene de su aislamiento: "Por supuesto, me encanta enterarme de que algunos vietnamitas no ignoran que el hecho de pertenecer al 'campo socialista' tiene sus desventajas… entre ellas, el aislamiento cultural y el provincianismo intelectual. Pero también es triste pensar que llevan asimismo la carga de saberlo, cuando tienen tan clara conciencia de que Vietnam es un país aislado, provinciano, por derecho propio".

En otros, se transforma en un espejo desde el cual sopesar su propia construcción como sujeto histórico y cultural: "El hecho de que Vietnam sea una cultura fundada sobre la vergüenza probablemente explica muchas de las cosas que se ven (y no se ven) allí en la escala de la expresividad humana. Y una de las razones por las cuales me resulta difícil entender a los vietnamitas consiste en que me he formado en una cultura asentada sobre la culpa. Me inclino a conjeturar que las culturas de la culpa son típicamente proclives a la duda intelectual y la complicación moral, de manera que, desde el punto de vista de la culpa, todas las culturas asentadas sobre la vergüenza son, en realidad, 'ingenuas'".

Sontag no es inocente. Uno diría que su punto de vista avanza a tientas, como pidiendo disculpas. Si en una línea nos habla de los vietnamitas como "niños hermosos, pacientes, heroicos, martirizados, obstinados", en la siguiente vuelve atrás para desmontar esa imagen. Los marcos teóricos están sobre la mesa y nadie puede darse por engañado. Esa honestidad intelectual, si me permiten el término, es probablemente una de las riquezas de la crónica. Una de las razones, quizá, que hagan que el texto envejezca bien.

"No se trata de que hubiera esperado sentirme cómoda en Vietnam del Norte, o descubrir que los vietnamitas eran exactamente iguales que los europeos y los estadounidenses. Pero tampoco había previsto que me sentiría tan desconcertada, tan recelosa de mis experiencias locales… e incapaz de sofocar el rechazo de mi ignorancia", apunta en un momento. Ese desplazamiento de las certezas, el dar un paso al lado de sus categorías previas respecto a esta experiencia, es lo que uno esperaría de una escritora de su talla. Tan lejos, por cierto, de la forma en que se tratan conflictos como el de Venezuela, reducido a una batalla entre el bien y el mal donde el bien, oh, sorpresa, está encarnado por una oposición que cuenta con el sospechoso beneplácito de los Estados Unidos de América. Quizá en un par de años asistimos a la secuela de Forrest Gump perdido en la selva tropical, salvando a Venezuela del demonio.

El problema, sospecho, es que no tendremos otra Sontag.

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