2004: con Parra en Las Cruces

NICANOR PARRA

La escritora chilena relata una visita a la casa de Nicanor en Las Cruces, con motivo de los 50 años de publicación de Poemas y antipoemas.


Es una tarde de tempestad del año 2004 y Nicanor Parra está sentado sobre una silla playera, en su balcón del balneario Las Cruces. Tiene los ojos muy clavados en unas olas corpulentas que a esa hora se azotan contra las rocas. Dice, Nicanor, que hay que morir a los treinta y tres años, como Hamlet y Jesucristo. Desgracia para él: estos días figura, sin vuelta, al borde de las nueve décadas. O sea, casi cincuenta y siete años de yapa. No sabemos entonces, no podemos ni imaginarlo, que la yapa se prolongará por otros trece años más, hasta el 23 de enero de 2018.

Pero estamos en 2004 y sabemos que hace un exacto medio siglo Parra publicó Poemas y antipoemas, y que ahora está a punto de publicar sus Obras completas con el sello Galaxia Gutenberg. Puede que los hitos sean puras convenciones. Pero si el hombre hubiera cumplido su deseo de muerte a lo Cristo o a lo Hamlet nadie sabría hoy que los poetas bajaron del Olimpo ni que la poesía tiene que ser una muchacha rodeada de espigas o no ser absolutamente nada ni que la verdadera seriedad es cómica ni que el poeta está ahí para que el árbol no crezca torcido. Y lo peor es que tampoco podríamos gritar "Viva la Cordillera de Los Andes / Muera la Cordillera de la Costa".

Pero estamos en la costa, justamente, y esta tarde llegan como un soplido de la montaña los noventa de Parra. La máquina del tiempo lo ha acariciado, pero no lo ha succionado y él se da cuenta de eso. Ahí, en su refugio de Las Cruces, hay dos imágenes del mismo tamaño con el mismo sujeto en primer plano, la mismísima expresión de ángel y bestia, y una sola diferencia: setenta años. Parra a los veinte y a los noventa en distintos recortes de diarios. Ayer y hoy, cambuchos enfrentados para el embutido de siempre. "Hay que morir a los treinta y tres", insiste con las mechas grises volando al aire.

Paréntesis: esas mechas ya existían en 1984, cuando en un arranque de osadía y obedeciendo a la orden del profesor de Castellano de la época que nos encargó entrevistar a alguien vinculado con la cultura, fui hasta la casa de mi vecino, un señor que decían que era poeta, golpeé la puerta y cuando lo tuve enfrente le dije: hola, soy estudiante y necesito entrevistarlo para una tarea. Y él, seguramente sorprendido por el arrojo de esta chiquilla en jumper, me dijo que okey, que diéramos una vuelta por el barrio. Y lo único que recuerdo de ese encuentro en las faldas de la montaña son sus mechas grises y su consejo: "Camine, camine, camine, no deje nunca de caminar. Y llegue hasta los treinta y tres años, con eso basta". Fin del paréntesis.

Entonces, en ese 2004, camino, caminamos. Parra se levanta de la silla playera, deja el balcón atrás y damos una vuelta por el barrio, que ahora mira al mar y no a la cordillera. Pasa algo curioso en Las Cruces esta tarde. Hay viento y sol a la vez. Las gaviotas andan alborotadas, como si fueran a llegar atrasadas a una diligencia andan las aves. Nicanor Parra mira la escena, los revoloteos alterados y las nubes y ese cielo costero, y de golpe se halla hablando de Shakespeare. Se halla, más bien, haciendo suyo al autor inglés, tal como lo hizo en Lear Rey & Mendigo, la "transtraición" -como él la llama- de la obra del dramaturgo, que publicó hace un tiempo. Parra se acusó por ahí de ser un drogadicto de la página en blanco. Pero no hay que engañarse: él a veces dice una cosa por otra. En la introducción de Lear Rey… se adelanta a rayar la cancha: "En un mundo desprovisto de racionalidad/ La poesía no puede ser otra cosa/ Que la mala conciencia de la época./ Lo demás es literatura greco-latina".

Lo demás hoy en Las Cruces puede ser la música de las maquinitas del tiempo tumbadas por ahí, en todos los rincones de su refugio costero, mudas a estas alturas de tanta palabra tecleada. De Chillán a La Reina y de La Reina a Las Cruces. Parra lleva una docena de años en el litoral. Llegó montado en su Volkswagen escarabajo, aquí se estacionaron juntos y ya no se van. Basta mirar lo que está en carpeta, y la cuerda que tiene el hombre a pesar de los cincuenta y siete años de yapa, y la gracia con que menea sus nueve décadas de persistencia para entrar otra vez en la casa ("Between no more", bromea) y permitir que la tempestad siga bailando sola allá afuera. No sabe, no tiene idea entonces que su propio baile tiene cuerda para muchísimo rato más. Para llegar hasta los ciento tres años, sin ir más lejos. Fortuna para nosotros: setenta más que sus idealizados y fugaces treinta y tres.

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