Las cosas que perdimos en el zapping

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El zapping y las películas encontradas por azar. A partir de esos dos elementos, esta crónica reflexiona sobre la muerte, las imágenes de la infancia y la imposibilidad de recuperarlas en su totalidad.


De acuerdo a una entrada de Wikipedia, la práctica del zapping comienza en 1956 con la invención del control remoto o mando a distancia. La expansión de este ejercicio tan inútil como mecánico crece con el aumento de la oferta de canales de la televisión por cable y la sensación de tener a mano un abanico infinito de posibilidades para ahogar el aburrimiento de una vez por todas. Descontando todas las reflexiones críticas que el zapping puede y suele o solía suscitar —la idea de que se-tiene-efectivamente-control-sobre-algo, el embobamiento contemporáneo frente a un aparato tan indigno como el televisor, etcétera—, el channel-surfing, hoy sustituido por las derivas en internet o redes sociales, tiene también una cuota de controlado azar que merece ser tomada en cuenta.

Fue surfeando por los canales que nos encontramos con Les adoptés. La película es del 2010 y fue dirigida por Mélanie Laurent. El reparto cuenta, entre otros, con la participación de Mélanie Laurent y Denis Ménochet, a quienes reconocemos por haber participado en Inglourious Basterds, y Marie Denarnaud. El argumento de la cinta es más o menos sencillo: Marine (Marie Denarnaud) y Lisa (Mélanie Laurent) viven juntas. Sus vidas transcurren en una apacible y burguesa calma francesa junto a Leo, el hijo pequeño de Lisa. Marine trabaja en una librería —todo muy snob— y conoce a Alex, interpretado por Ménochet, que una lluviosa tarde aparece en su librería. De ahí en adelante los niveles de azúcar de la trama aumentan a niveles peligrosos para la salud. Marine se enamora de Alex. Alex se enamora de Marine.

La relación entre Lisa y Marine se rompe. Marine y Alex son felices. Lisa y Leo, más o menos. Hasta aquí todo es perfectamente olvidable. De pronto, un accidente manda a Marine al hospital. Alex y Lisa se desmoronan. Leo, que creció con Marine, mira todo desde la impenetrable inocencia de un niño. La directora decide que Marine debe morir. Y muere: un día nublado, el cerebro de Marine deja de funcionar. Conmoción en la trama. Lisa debe explicarle a Leo que Marine murió.

La escena, que no dura más de diez minutos, es decisiva y nos llena de preguntas: cuando Leo se entera que Marine muere, corre. Se encierra en su pieza. Mira una fotografía de Marine. Marine, que en la trama está muerta, le habla y le dice que lo abandonará por un rato. Leo le habla. Pregunta algunas cosas. Marine responde, desde el mundo conjetural y congelado de las fotografías. Y listo.

Hay que ver la escena y detenerse un rato. Intentar confrontar dos universos tan grandes como inabarcables: la infancia y la muerte. En mi caso, me disparó hacia mi propia infancia. Hacia los muertos de mi infancia. La primera vez que tuve noticia de la muerte fue a los 4 años. Mi abuelo paterno falleció el 31 de diciembre del 93 o el 94, ya no recuerdo, a eso de las ocho de la noche, en los preparativos de año nuevo. De aquello conservo imágenes borrosas: mi padre llorando y un largo viaje de Santiago a San Javier. Un dolor, para mí, absolutamente ajeno. Distante. Un dolor, digamos, de otro planeta.

Años más tarde moriría mi bisabuelo. Debo haber tenido diez o doce. A esa edad, la muerte ya no parecía tanto un planeta lejano como una certeza. O una pregunta. Recuerdo a mi abuela llorando, el funeral, los evangélicos con sus espantosas canciones frente al féretro en el velorio. Vistas desde el presente, esas imágenes se me aparecen claras, pero carentes de cualquier profundidad. Intento darles alguna clase de tridimensionalidad, preguntarle a ese niño que era sobre lo que la muerte significó en esos años. Nada. La imagen de la muerte a esa edad, pienso, se fue con ese niño cuyas fotografías son las fotografías de un extranjero.

Hacer un zapping en la memoria, a veces, se parece mucho al zapping de la tele: tramas que pasan y se suceden, cada una con su propia lógica. Entre medio hay cartas de ajuste, estática, canales a los que sólo se puede acceder previo pago de una cuota especial. Una que otra película ridícula, para pasar el tiempo, y algunas de un terror escalofriante. Transmisiones sin corte. Y entre toda esa sucesión de tramas sucediendo simultáneamente, algo que se pierde. En esa pelea entre el acontecer y el pasado, clasificado sin ningún criterio, aparecen las fisuras.

"Envejecer, po, hueón, pensar en la muerte te hace envejecer" le dice el poeta César Cabello a Matías Ávalos en una entrevista. Puede que ese sea el eslabón perdido entre el que escribe y el niño evocado. El primero, envejece de cara a la muerte, riéndose o lamentándola o ambas al mismo tiempo en una fiesta histérica. El segundo, habita todavía una tierra sin tiempo donde, como el niño de la película, funde incluso un rito fúnebre en una imagen vaporosa donde la realidad y la imaginación no han delimitado con violencia sus respectivos territorios. Un momento, pienso, lejano al zapping y el channel surfing memorístico. Ese hiato antes de transformarse en un espectador frente a un televisor que le devuelve imágenes en las que algo, fundamental y lejano, se ha perdido de una vez y para siempre.

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