Aquel país que fuimos

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Vivíamos en democracia, pero había cosas que no se nombraban y otras que no debían ser vistas.


Este país es el mismo, pero también es otro. Es un lugar diferente al que me crié y uno que ha cambiado muchísimo desde 1992, el año en que entré a la universidad y se estrenó una película llamada El juego de las lágrimas. La cinta era la historia de un miembro del IRA que acaba enamorándose de una mujer transgénero. Este hecho, que explicaba el desarrollo de los acontecimientos, apenas se mencionaba veladamente en las reseñas y en las críticas publicadas en los diarios de esos años. La prensa daba rodeos con el relato y algunos periodistas bromeaban con la escena en la que el protagonista se daba cuenta que la mujer de la que se estaba enamorando, había nacido con genitales del sexo masculino.

En esos años y en ese país nadie usaba la palabra "transgénero" y los activistas del único movimiento de diversidad sexual que existía, debían dar entrevistas sin fotos y con nombres ficticios por temor a perder el trabajo o a ser agredidos en la calle. En esa misma época la censura cinematográfica prohibió la exhibición de películas de Bigas Luna porque desafiaban los límites de la moral imperante, luego hizo lo mismo con Pepi Luci y Bom, la primera película de Almodóvar que llegaba a Chile con dos décadas de retraso. Fue también la época en que Juan Domingo Dávila, el artista chileno radicado en Australia, debió enfrentar el repudio del establishment por su retrato de Simón Bolívar trans y mestizo.

Autoridades políticas y militares trataron a Dávila como a un funcionario insolente y menospreciaron su obra. Tiempo después, en 2002 hicieron algo parecido cuando Manuela Infante montó la obra llamada Prat, que fue interpretada de manera torcida y mañosa porque un personaje masculino acariciaba en la cabeza a otro. El escándalo fue nacional. Vivíamos en democracia, pero había cosas que no se nombraban y otras que no debían ser vistas. En ese mundo vivió su juventud el director Sebastián Lelio -cuando se formaba como cineasta- y en ese país aprendió a caminar la actriz Daniela Vega, que tenía solo tres años cuando se estrenó El juego de las lágrimas.

Hace unos meses conocí a Daniela Vega durante un homenaje a la poeta Stella Díaz Varín en donde la protagonista de Una mujer fantástica declamó alguno de sus versos. Le pregunté cómo fue que alguien tan joven como ella había llegado a leer a Díaz Varín, una poeta a la que se suele conocer más por el anecdotario que sus amigos varones de la generación del 50 se complacían en repetir, que por sus libros. Vega me contó que conoció su obra por casualidad en una biblioteca. Me explicó que cuando leyó los primeros versos sintió que Díaz Varín la acompañaba, que de alguna manera había escrito lo que ella estaba viviendo.

Recordé ese momento -la ocasión en que conocí a Daniela Vega y lo que me habló sobre Stella Díaz Varín- cuando la actriz dijo en una entrevista que el arte le había salvado la vida. Se me vino a la mente la imagen de una adolescente que acude a buscar refugio en una biblioteca, que se hunde en los versos de una poeta olvidada, y también en la historia de la obra de teatro El Dylan, inspirada en el asesinato a puñaladas de una joven transgénero de La Pintana en 2015. Pensé en el arte como gesto de libertad y también en aquel país que fuimos y que seguimos siendo.

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