Nicanor Parra y los ancianos maduros

NICANOR PARRA

La lectura de los textos de Nicanor Parra en los que habla un anciano, sea el fervoroso Cristo de Elqui o un viejo cualquiera, hay claves ineludibles para entender la compleja intensidad con que se vive la cercanía del final.


Cuando le preguntan a Nicanor Parra por qué se fue a vivir a Las Cruces, la respuesta que da es siempre parecida. Va desde los consejos que entrega Tolstói a los ancianos hasta los períodos del hombre según la tradición hindú, el llamado Áshram. Tolstói recomendaba a los viejos retirarse de la vida mundana, desprenderse de lo material, irse a vivir a los bosques o a la calle. Y de eso trata el poema de Parra "Canción para correr el sombrero", en el que se lee: "Ustedes se preguntarán quién soy yo/ con esta barba blanca tolstoiana/ pidiendo limosna en la vía pública/ ay!... yo soy uno de sus nietos legítimos". En las cuatro etapas en la vida de un brahmán, a las que alude el hinduismo que Parra sigue, la vejez se llamada Sanniasa e implica renunciar a lo terrenal y apartarse de la sociedad.

Parra señala ambas costumbres con la intención de que su interlocutor comprenda su retiro. Viene escribiendo sobre la vejez desde que empezó a publicar. Prefiguró lo que esta sería a los cuarenta años, cuando Poemas y Antipoemas, y tuvo que imaginar y observar en otros lo que luego pensaría y sentiría. Acaba de cumplir 103 años, está lúcido y alejado del espantoso ruido santiaguino y de los plátanos orientales que tanto daño le hacen a su salud.

Desde la primera conversación que tuvimos, Parra me hizo ver que estaba muy consciente de su longevidad y de los escrúpulos que tenía respecto de involucrarse en publicaciones. Un par de veces me recitó su poema "Qué gana un viejo con hacer gimnasia". Mi interés era paradójico en ese instante, ya que deseaba editar su versión del Rey Lear de Shakespeare. Es decir, quería proponerle a Parra que volviera a interesarse en un viejo como él. No sé con exactitud cómo logré convencerlo de hacer el libro, pero sí comprendí que no fue por una razón menor. Parra había interpretado al Lear tomando de sí mismo y del habla de quienes lo rodeaban los materiales para articular ese carácter clásico qué entraña a un viejo que sufre pasiones e infortunios. Quizá por eso se apropió del libro y lo firmó bajo el título de Lear, rey & mendigo.

Sería ridículo de mi parte aludir al cumpleaños de Nicanor Parra solo para celebrar esa fecha. Si me refiero a él, es porque sus palabras me resuenan más que nunca cuando veo que la vejez y sus consecuencias son un asunto que desvela a muchos. ¿Cómo tener una mejor y digna vejez?, es una pregunta urgente. El promedio de vida que tenemos los chilenos obliga a que intentemos darle vuelta a un tema incómodo: la vejez involucra la preparación para la muerte, por lo tanto, hay que enfrentarla con algunas disposiciones que no se limitan al necesario dinero. Desde la antigüedad, el arte de morir es el más sublime y difícil.

La lectura de los textos de Nicanor Parra en los que habla un anciano, sea el fervoroso Cristo de Elqui o un viejo cualquiera, hay claves ineludibles para entender la compleja intensidad con que se vive la cercanía del final. En el texto "Cartas del poeta que duerme en una silla", Parra escribe: "Cuesta bastante trabajo creer/ En un dios que deja a sus criaturas/ abandonadas a su propia suerte/ A merced de las olas de la vejez/ Y de las enfermedades/ Para no decir nada de la muerte". En "Jubilación", impresiona la melancolía alterada que del hablante cuando señala: "Los jubilados son a las palomas/ lo que los cocodrilos a los ángeles".

De estos poemas y de otros de similar tesitura, se desprende que no hay vejez calma, ni plena, ni dulce. La soledad es arrasadora y no perdona. Parra propone contrarrestarla con distracciones metafísicas: "Antes que caiga la noche total/ Estudiaremos las manchas en la pared:/ Unas parecen plantas/ Otras simulan animales mitológicos".

Pero es el aguijón sexual la tortura que hace sufrir a los viejos con mayor crueldad. Es también el padecimiento más evidente y del que se burlan los chistocitos irresponsables. Es fácil reírse de un viejo verde y condenarlo, aunque su condición es el destino ineludible de los que alcanzan la senectud. Cuando el cuerpo desobedece al deseo que hierve y quema por dentro, el drama es atroz. "Solo de la cintura para abajo/ Hablan los viejos libidinosos/ Expulsados del templo de Minerva/ Por infracciones de orden erótico", escribe Parra en la primera estrofa de poema "Viejos verdes-ancianos maduros".

Tal vez la supuesta sabiduría de los viejos es solo una postura ante la juventud irritante, un mito para decorar el declive. La experiencia acumulada es intransferible, y sirve poco para hacerse comprender. La vejez tiene misterios que por pudor o por cultura ocultamos.

¿Qué hacer, entonces, con las décadas encima?

Respuestas definitivas a esta pregunta no se conocen, pese al apremio nacional. El humor ante lo inexplicable y la conciencia de lo leve que es condición vital, están dentro de las posibilidades que Nicanor Parra presenta. Prefiere guardarse y desde su retiro indicar con ironía: "Yo me pasé de listo por el cielo/ Sólo quiero gozar un viernes santo/ Para viajar en nube por el aire/ En dirección del Santo Sepulcro./ Sólo para mayores de cien años/ Pero yo no me doy por aludido/ Porque tarde o temprano/ Tiene que aparecer/ Un sacerdote que lo explique todo".

Él es un viejo desafiante, que no está para comulgar con ruedas de carretas ni para sacar ciegos a orinar. Duerme mucho, toma vitamina C en cantidades enormes, se alimenta solo de comida chilena, lee, escribe, camina y escucha cuecas del puerto. Esas son las recetas que Nicanor Parra ensaya día a día en su rutina privada. Distante de cualquier verdad y atento a las variantes ocultas detrás de los hechos reales, se mantiene en permanente alerta a las palabras. El resto son especulaciones vanas sobre este poeta genial.

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