Umami: la arquitectura de la lengua

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La muerte y el abandono son dos de los temas que la mexicana Laia Jufresa aborda en Umami, una novela original, no exenta de humor, y llena de personajes entrañables.


Publicada en México el año 2015, y ahora en Chile, la novela Umami, de Laia Jufresa, sorprende por distintos flancos. El primero, el más evidente, es que está escrita con oficio, soltura, profundidad y humor, algo que tiene diferentes matices y un valor múltiple, puesto que son varias las voces, infantiles y adultas, que dan vida a los entrañables personajes que habitan el condominio Campanario. La impecable estructura del libro -ágil, impredecible, contenida- guarda mucha relación con el orden arquitectónico del lugar: se trata de cinco casas que emulan la distribución de los cinco sabores que distingue la lengua humana: dulce, ácido, amargo, salado y umami, "el quinto sabor", que sólo se conocía en Japón hasta que el antropólogo Alfonso Semitiel, el creador y dueño del condominio, ayudó a difundir en Occidente.

"Semitiel se jactaba en general de la construcción que hizo sobre las ruinas de la mansión de sus abuelos y, en particular, de los nombres que eligió para las casas". En la Casa Amargo vive Dulce Marina, una pintora joven, ligeramente inestable, que demuestra un talento especial para inventar palabras basadas en colores:

"Verdaje es el color del discurso ecológico: el verde chantaje". La Casa Salado la habita la familia compuesta por dos músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional, Linda y Víctor, más sus hijos: Ana, Theo y Olmo (Luz, la más pequeña, murió poco tiempo atrás en un accidente lacustre). En la Casa Dulce funciona la academia de música de Linda y Víctor, mientras que en la Casa Ácido moran Pina y su padre, Beto (Chela, la madre, los abandonó). Finalmente, la Casa Umami la ocupa Semitiel, viudo inconsolable de Noelia Vargas Vargas y cuidador de dos muñecas renacidas que pertenecían a ella (en su momento, las renacidas fueron unas especies de sustitutos de los hijos que la pareja no pudo tener).

A partir de la descripción recién hecha, no es difícil percatarse que la muerte y el abandono son dos de los temas que Jufresa aborda con especial interés en Umami. El asunto no tendría mayor trascendencia, por cierto, si es que la autora no hubiese agotado las posibilidades indagatorias desde diversos puntos de vista o valiéndose de intensidades variables. El gran logro de esta novela es haber creado individualidades memorables a partir de relatos fragmentados y vaivenes temporales que en un principio pueden parecer arbitrarios, pero que al final dan cuenta de un diseño sagaz y cuidadoso.

El entorno hermético que ofrece una vecindad pequeña -"privada" se les dice en México- resulta un escenario ideal para el cruce cercano de personajes, relatos y emociones, y Jufresa le saca un tremendo partido a esta singular comunidad de excéntricos. Sin embargo, dos personajes sobresalen, no debido a circunstancias excepcionales comparadas con las del resto, sino a que son los que más narran en primera persona y a que lo hacen con admirable talento.

Me refiero a la preadolescente Ana y a Alfonso Semitiel, cómplices, amigos y deudos: la mujer del dueño del condominio murió casi al mismo tiempo que Luz, la hermanita de Ana: "Los números nos dejaron turulatos cuando, el mismo año que murió mi mujer, de cincuenta y cinco años, murió la hijita de mi inquilina, que tenía cinco". Tras la muerte de Luz, Ana leyó compulsivamente todo lo que cayó en sus manos acerca de muertes y lutos. Y semanalmente le hacía un resumen a Alfonso: "Nuestros duelos, me explicó un domingo, el suyo por su hermana, el mío por ti, eran dolor limpio. En cambio, si nos dolía, por ejemplo, no gustarle a un niño, ese era dolor sucio, porque nomás nos lo estábamos inventando en la mente, porque de hecho no sabíamos, no podíamos saber si le gustábamos o no al niño en cuestión". La comunión entre la infancia y la adultez es otro de los aciertos conmovedores de Umami.

Umami

Laia Jufresa

Editorial Kindberg

272 pp. $ 12.000

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