Chiquilla catete

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M es la peculiar protagonista y narradora de Kramp, novela refrescante con la que María José Ferrada debuta en el a veces lánguido panorama de la narrativa nacional.


Una niña de siete años que fuma, que le oculta a su madre depresiva el hecho de faltar al colegio con bastante frecuencia para así poder desplazarse junto a su padre (D es un vendedor viajero), una muchachita catete que bebe ocasionalmente y que, además, posee un precoz, aguzado sentido comercial y una indesmentible vocación por la farsa. Estos son los rasgos distintivos de M, la peculiar protagonista y narradora de Kramp, novela refrescante con la que María José Ferrada debuta en el a veces lánguido panorama de la narrativa nacional.

El título del libro alude a la marca de artículos de ferretería que trapichea D de pueblo en pueblo, serruchos, martillos, clavos, picaportes y ojos mágicos que, dispuestos en conjunto, dan pie a una imagen de solidez un tanto ambigua: "Era improbable, y esto D lo repetía mirándose al espejo, que una casa construida en un 80% por ciento con productos Kramp se viniera abajo en caso de haber un terremoto o un tornado". Aun así, M se las ingenia para construir un universo sólido en torno al catálogo de Kramp. Por ejemplo, cuando les explica a sus compañeros de curso "que lo que brillaba a lo lejos no eran estrellas, sino tachuelas de tres pulgadas con las que El Gran Carpintero lo había colgado todo del cielo. También a nosotros".

Si bien narra desde una presumible adultez, M transmite con natural encanto, con notable efectividad, las pulsiones de una mente infantil pero despierta, las contradicciones de una disposición arbitraria pero generosa, y, sobre todo, el profundo valor de ciertos recuerdos sentimentales enmarcados sutilmente en un contexto que a ratos deviene en tragicómico. La expresión de la belleza en estado puro, el humor casual en apariencia y el control sobre el lenguaje son algunas de las herramientas que Ferrada maneja con precisión y esmero. Es por ello que Kramp consolida a una autora que entró al campo de la novela demostrando una inusual madurez y una envidiable soltura.

Las particularidades de un oficio exótico, diseminadas con astucia a lo largo del relato, constituyen un foco de interés permanente para el lector curioso. "A la familia de los vendedores viajeros a veces se unía un segundo tipo de parientes: los que buscaban viajes gratis". Y el probable fin de una cofradía solidaria, vivaz, medieval en muchos aspectos, está recubierto con ese brillo inconfundible del dramatismo frío y seco: "Por eso habían decidido comprar el cargamento de revólveres. Como lo compraron completo, el dueño de la tienda de armas -un ex carabinero- les había hecho un buen precio. Todos los vendedores viajeros dispararían al unísono el día en que se cerrara el último negocio".

Por momentos el relato de M da la impresión de ser una picaresca sustanciosa e intimista, eso hasta que, hacia el final de la novela, los elementos cómicos se difuminan por medio de un procedimiento que va sombreando el texto con una calculada opacidad, lo cual permite asumir un desenlace más bien serio. La transición de un ánimo a otro está dictada por un par de hechos que constatan la verdadera tragedia que esconden estas páginas: el deterioro de una conmovedora complicidad entre un padre y su hija, entre un padre "inconsciente", en el decir de la madre, y la hija elevada a la gloriosa categoría de "ayudante de vendedor viajero". Nunca está de más insistir en algo: la simpleza es un atributo fenomenal cuando se administra con naturalidad y talento. Aunque, claro, esto no constituye novedad alguna para la autora de Kramp.

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