Isabel Pantoja: el drama

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Pantoja canta y todos los demás lucen como aprendices. Todo dura dos horas y media y por momentos es insoportable, al modo de un drama griego. Todo suena como el eco de una vieja película, como un laberinto de la memoria. Cuando termina todos están exhaustos, el público y los telespectadores, incluso ella misma. Todos tienen la mirada perdida y apenas les queda aire mientras deambulan por una casa hecha de canciones compuestas de palabras olvidadas.


Entonces viene Isabel Pantoja a la Quinta Vergara y todo estalla, todo se rompe. No hay concesión. No hay términos medios. No importa este Festival, que hasta ahora ha sido predecible: los escándalos de siempre, el mismo guión escrito de antemano con eficacia. Entonces llega Pantoja y lo revienta en pedazos; ella sale a la Quinta y hay una orquesta gigante y abre sus brazos y hace una reverencia y el público la aplaude y ella masca el silencio unos segundos antes de ponerse a cantar. La gente llora; la cámara muestra a una muchacha vestida de sevillana, muestra a abuelas con nietos, a mujeres y hombres que se tragan sus lágrimas como si quisiesen que la ola de sus recuerdos privados no los ahogue. Pantoja canta y pasa todo eso. Hay tensión y nervios crispados mientras su voz se sostiene en el aire aunque parezca que va a quebrarse una y otra vez. Porque verla es confirmar la sospecha de que lo que canta es cierto, que las palabras y la música están hechas de pedazos de su propia piel y que luego de que todo esto acabe no quedará nada de ella porque se habrá arrancado el alma en pedazos. Porque todo es una gran novela y las canciones con capítulos, episodios fragmentados de su vida; una fiesta íntima, llena de señales secretas. La rosa blanca. El gesto de tocarse los ojos para ver si hay ahí una lágrima. El modo en que levanta la falda y baila celebrándose a sí misma. El público lo agradece. Llevan décadas esperando este momento, anhelando verla porque la voz de Pantoja se parece a la suya, es algo que ha atravesado el aire y los años, ha abrazado a todos sus espectros para evitar que se desvanezcan, que vuelvan al olvido. Porque Pantoja es una diva a la antigua: en algún momento la cámara enfocará como alguien del público levanta una foto suya con Francisco Rivera, su marido, el torero muerto. En la foto, ella está vestida de novia. Luce joven y feliz. Ya vendrá la tragedia, ya vendrán las canciones como escombros de esa ausencia, como un cuerpo falso hecho de pura pena. Y los fantasmas están ahí, acompañándola. El de Juan Gabriel, sobre el que vuelve una y otra vez; el de la propia vida, los espíritus que animan todas esas canciones que hablan de amores abandonados, de mujeres que encuentran su dignidad en la contemplación de la propia pena como si edificaran una fuerte alrededor suyo. "Yo me veo todas las novelas del mundo", dice Pantoja en un momento, antes de saludar a Lali Espósito, que está en el jurado. Y es imposible no creerle porque muchas veces deja de usar el micrófono y lo que queda flotando en la Quinta es su voz desnuda; algo que es parecido a un grito, algo hecho de sangre, de deseo, de odio y de pena. No hay medias tintas, Pantoja no es correcta, es Maria Callas, jamás Jackie Kennedy. De este modo, entiende a la Quinta Vergara como lo que fue, como un mito que se estrella con otro mito, el de sí misma. Ya sabemos, las verdaderas divas siempre hacen que sus lágrimas parezcan reales. Rafael Araneda las secará en un gesto delicado con su pañuelo cuando le entreguen las dos primeras Gaviotas, ella misma se las tragará varias veces. Quizás así era el Festival antes, quizás su carácter de mito viene de momentos como éste. Pantoja canta y todos los demás lucen como aprendices. Todo dura dos horas y media y por momentos es insoportable, al modo de un drama griego. Todo suena como el eco de una vieja película, como un laberinto de la memoria. Cuando termina todos están exhaustos, el público y los telespectadores, incluso ella misma. Todos tienen la mirada perdida y apenas les queda aire mientras deambulan por una casa hecha de canciones compuestas de palabras olvidadas.

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